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Verdad es que la habitación, donde don Bosco
pasó la noche, tenía dos puertas y una de ellas
daba a una escalera común con el vecino, pero
habiendo ido enseguida a comprobarlo, la
encontramos, como siempre, herméticamente cerrada
y sin mover los fuertes cerrojos. Se habló de ello
varias veces en familia y siempre se concluyó
diciendo:
-No sabemos cómo pudo salir.
El joven Rapetti, algo rehecho de la gravísima
crisis, deseaba con todas sus ansias hablar con
don Bosco, el cual, después de celebrar la santa
misa, fue bondadosamente a visitarlo. Dado que lo
quería como a un hijo, le recomendó a la Santísima
Virgen y, después de unas palabras de aliento que
le alegraron mucho, le dio la bendición. Pero,
antes de impartírsela, le preguntó si quería que
le pidiese a Dios la gracia de curarlo
instantáneamente.
-No, respondió el muchacho; deseo hacer la
voluntad de Dios.
El buen joven expiraba en los brazos del Señor
el 22 de junio.
En la misma mañana del 22 volvió don Bosco a
Turín, y el 23 recibía telegramas de Florencia con
la ya prevista y dolorosa noticia de que había
sido aprobada definitivamente la ley sobre los
bienes de. la Iglesia. El Gobierno, que todo lo
tenía preparado para la guerra, declaraba
urgentemente la necesidad de aprovechar los bienes
de la Iglesia para proveer a la penuria del
erario. Para conservar las Ordenes Religiosas
todavía existentes, se habían elevado al
Parlamento ciento noventa y una mil instancias;
pero la rabia de los sectarios contra las
instituciones católicas, había tenido en cuenta
las dieciséis mil que por instigación del mismo
Gobierno, pedían la abolición.
En efecto, la Cámara electiva, sin aceptar la
propuesta disminución de los Obispados, sino
imponiendo nuevas cargas a las rentas
eclesiásticas, había aprobado el 19 de junio la
ley que suprimía, sin excepción alguna, todas las
corporaciones religiosas y demás entes
eclesiásticos, y atribuía al Estado la posesión de
todos sus bienes. En vano hubo diputados
liberales, como ((**It8.413**))
Ricciardi, que suplicaron dejasen al menos a las
Hermanas de la Caridad, a los Hospitalarios
llamados Fate bene fratelli (Haced el bien,
hermanos), los monasterios de Camáldoli (Arezzo) y
de Montecassino. No se quiso que ni una sola
víctima escapase al estrago.
A los religiosos expulsados se les asignó una
pensión anual: los sacerdotes y religiosas de coro
de las órdenes propietarias recibieron un máximo
de seiscientas liras y un mínimo de trescientas
sesenta, según su edad; los legos y legas, un
máximo de cuatrocientas ochenta y un mínimo de
doscientas. Los sacerdotes y las coristas de las
órdenes mendicantes, doscientas cincuenta liras
los legos, y las legas
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