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((**Es8.312**) para cederle el puesto. Pero él se colocó en un rincón y allí permaneció inmóvil esperando que pasasen los demás. Don Bosco mitigaba su dolor, más aún, le consolaba rodeándole de tantas atenciones, que más tarde el buen Obispo decía a don Miguel Rúa y a otros, que el tiempo más feliz de su vida lo había pasado en el Oratorio. Casi diariamente invitaba don Bosco a prelados o a personas distinguidas para acompañarle a la mesa. Por medio de las autoridades civiles y políticas de la ciudad, no solamente logró que le levantaran los rigores del domicilio forzoso, que le impedían salir fuera del recinto, sino que el Gobierno Civil, haciéndose responsable ante el Gobierno, le concedió amplia libertad para ir donde quisiera dentro de un amplísimo radio en torno a la ciudad de Turín. El buen Prelado la aprovechó para ir a ver a monseñor Ghilardi, Obispo de Mondoví, que lo recibió echando las campanas al vuelo y lo tuvo consigo unos días. Durante la estación calurosa, don Bosco hizo que se hospedase en la quinta del conde Felipe Radicati de Passerano, su insigne bienhechor, Consejero del ((**It8.363**)) Gobierno Civil, que hacía las veces de Gobernador. También la familia de los condes Appiano de Castelletto, unida por vínculos de parentesco y de fe cristiana al conde Radicati, andaba con él a porfía para demostrar su veneración por el ilustre exiliado. Todos los que iban a conocerle quedaban edificados de su virtud, de su paciencia, su resignación y, sobre todo, de su singular modestia, que unía a una vasta erudición y profunda doctrina. Nunca estaba ocioso; guiado por su celo apostólico, empleaba el tiempo confesando, catequizando, confirmando y confiriendo las sagradas órdenes en la iglesia del Oratorio, casi como para hacer creer que la divina Providencia se hubiese servido de quien le confinó al destierro para prepararle una solemne justificación, más aún, un triunfo. Pocos días después de la llegada del Obispo de Guastalla, don Bosco recibió un gran consuelo, más deseado por él que cualquier fortuna; fue el de leer las veneradas letras del Vicario de Jesucristo. (**Es8.312**))
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