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únicamente a la fuerza, elijo Turín para mi
domicilio provisional, insistiendo por mi pronta
devolución a la diócesis donde tengo el derecho y
el deber de residir. ->> Pedro, Obispo de
Guastalla.>>
Después de una hora y media de registro, como
era de suponer, no se encontró nada que pudiera
servir de acusación; sin embargo, monseñor Rota
partió en su carruaje hacia Reggio, acompañado por
el Delegado y el Teniente dicho. La mañana del 14,
siempre escoltado por un guardia de la Seguridad
Pública, partía en tren hacia Turín. Al anochecer
llegó a la ciudad, sin conocer a nadie, ni saber
dónde aposentarse. Presentóse a los Señores de la
Misión, recibiéronle con todas las atenciones,
pero como ya tenían allí hospedados otros dos
obispos, arrancados de sus diócesis, no les fue
posible admitir a un tercero. De allí se dirigió a
la Pequeña Casa de la Divina Providencia; pero
como ésta era una obra pía, se le dio a entender
el temor a alguna molestia por parte del Gobierno,
añadiendo además que no tenían ningún apartamento
decoroso, y le aconsejaron que se presentase a don
Bosco, quien fácilmente le concedería la
hospitalidad que pedía.
El Oratorio veía varias veces al año entre sus
muros obispos, recibidos por don Bosco con
singular veneración; para él y para sus alumnos
era siempre una fiesta de familia la llegada de un
pastor de la Iglesia. Cualquiera que fuese, era
siempre invitado a celebrar la misa de comunidad,
o a impartir la bendición con el Santísimo
Sacramento; se procuraba que hubiese música en la
iglesia, y fuera de ella no dejaba la banda de
obsequiarlo. El mismo Venerable le acompañaba a
visitar las clases, los talleres, siempre con el
bonete en la mano, por respeto, y sin dejar de
besarle el anillo en presencia de los alumnos.
Acostumbraba, además, recordar en la charla de la
noche la fortuna tenida durante la jornada.
Monseñor Rota, pues, que solamente conocía el
Oratorio ((**It8.361**)) de
oídas, se presentó ya de noche y con cierta
ansiedad, preguntando por don Bosco, el cual
estaba fuera de Turín. Salió a recibirle don Juan
Cagliero, quien, en cuanto oyó su necesidad, sin
dudarlo ni un momento le acogió tan afectuosamente
que el buen obispo se repuso como si hubiese
entrado en su propia casa.
Al día siguiente llegó don Bosco y, en cuanto
le hablaron del nuevo huésped, exclamó:
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