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vuestra reverencia. Le doy las más sinceras
gracias, en mi nombre y en el de monseñor Giorda,
por los preciosos libros que nos hizo llegar a
través del cónsul pontificio Battaggia.
Perdone no le haya escrito antes; habiendo
sabido, ya hace tiempo, por medio de la princesa
Elena Vidoni y por su hija, que V. R. era esperado
en Cremona por las Magdalenas, quería matar dos
pájaros de un tiro mandándole el importe de los
boletos, juntamente con nuestro agradecimiento.
Mucho me pesa no haber podido vender mayor número.
Creo yo que hay pocas ciudades como ésta, en la
que los buenos son asediados con tanta petición de
limosnas. Por eso se rehúsan fácilmente cuando se
trata de obras benéficas fuera del Estado. Supongo
que ya habrá recibido todo, por medio de la
familia Vidoni.
Me ha llegado una apreciadísima carta de las
Magdalenas, a las que he respondido poniendo ante
sus ojos algunas de las muchísimas observaciones
que es necesario hacer sobre ese tema. La cosa
está en manos de Jesús, el cual, lo mismo que ha
sabido beneficiar la obra, en un año, con treinta
y nueve mil liras austriacas, puede también
allanar todas las demás dificultades que se oponen
a la realización de aquel proyecto...
Aunque muy indignamente, ruego siempre,
siempre, siempre en la santa misa y fuera de ella
por vuestra reverencia y por las santas obras que
dirige; pido a cambio que, alguna vez, se acuerde
de decir a Jesús por mí que deseo ser todo suyo;
que me conceda la gracia de amarlo mucho, mucho.
Si obtengo esto, no importa lo demás; ílo tengo
todo!
Con la mayor reverencia y estima, me profeso
De V.S. muy Rvda.
Su
seguro y atento servidor
JOSE APOLLONIO
Ruégole participe mis felicitaciones y
respetuosos saludos a esa su santa familia.
((**It8.289**)) Este
último parrafito nos dice lo mucho que don José
Apollonio conocía a los Salesianos y a los
muchachos del Oratorio. Efectivamente, durante el
año anterior había estado algún tiempo con ellos,
hospedado cordialmente por don Bosco, el cual,
aunque indirectamente, le había ayudado en un
trabajo que debía dar gran gloria a María
Santísima.
El abate Domingo Sire, miembro de la compañía
de San Sulpicio, profesor y director del Seminario
de París, se había propuesto traducir a todas las
lenguas y dialectos hablados por los católicos de
todo el mundo, la Bula Inneffabilis, con la que
Pío IX había proclamado el dogma de la Inmaculada
Concepción de María Santísima. La traducción debía
ser hecha por los mismo fieles, que hablaban el
lenguaje al que se debiera traducir la Bula,
ejecutada por los mejores literatos capaces de
vulgarizarla del latín con fidelidad y elegancia;
copiada a mano por los mejores calígrafos en más
de diez mil folios
(**Es8.252**))
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