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La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis
mandatos; pero algunos se negaron a secundarlos.
Encontes yo, decididamente, me volví a los que
habían sanado, los cuales, ante mis instancias,
((**It8.280**)) me
siguieron sin titubear mientras los monstruos
desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación,
ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel
estrecho, saliendo por la parte opuesta a la que
había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin
límites.
Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de
la triste suerte de nuestros compañeros
abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar:
íLoad a María!, en acción de gracias a la Madre
celestial, por habernos protegido hasta entonces;
y al instante, como obedeciendo a un mandato de la
Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó
a deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas,
con una suavidad imposible de describir. Parecía
que avanzase al solo impulso que le daban los
jóvenes al jugar echando el agua hacia atrás con
la palma de la mano.
He aquí que seguidamente apareció en el cielo
un arco iris, más maravilloso y esplendente que
una aurora boreal, al pasar bajo el cual leímos
escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra
MEDOUM, sin entender su significado. A mí me
pareció que cada letra era la inicial de estas
palabras: Mater Et Dómina Omnis Universi Maria.
(María es la madre y señora del universo entero.)
Después de un largo trayecto, he aquí que
apareció tierra en el horizonte; al acercarnos a
ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón
una alegría indecible. Aquella tierra amenísima,
cubierta de bosques con toda clase de árboles,
ofrecía el panorama más encantador que imaginarse
puede, iluminada por la luz del sol naciente tras
las colinas que la formaban. Era una luz que
brillaba con inefable suavidad, semejante a la de
un espléndido atardecer de estío, infundiendo en
el ánimo una sensación de tranquilidad y de paz.
Finalmente, dando contra las arenas de la playa
y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en
un lugar seco al pie de una hermosísima viña.
Bien se pudo decir de esta embarcación: Eam tu,
Deus, pontem fecisti, quo a mundi flúctibus
trajicientes ad tranquillum portum tuum
deveniamus. (Tú, oh Dios, hiciste de ella un
puente, por el que atravesando las aguas del mundo
lleguemos a tu apacible puerto).
Los muchachos estaban con deseos de penetrar en
aquella viña y algunos, más curiosos que otros, de
un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas
avanzaron unos pasos, al recordar la suerte
desgraciada de los que quedaron fascinados por el
islote que se levantaba en medio del mar
borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa.
Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí
y en la frente de cada uno se leía esta pregunta:
-Don Bosco: >>es hora ya de que bajemos y nos
paremos?
Primero reflexioné un poco y después les dije:
-íBajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos
seguros.
Hubo un grito general de alegría; los
muchachos, frotándose las manos de júbilo,
entraron en la viña, en la cual reinaba el orden
más perfecto. De las vides pendían racimos de uva
semejantes a los de la tierra prometida y en los
árboles había todas las clases de frutos que se
pueden desear en la bella estación y todos de un
sabor desconocido.
En medio de aquella ((**It8.281**))
extensísima viña se elevaba un gran castillo
rodeado de un delicioso y regio jardín y cercado
de fuertes murallas.
Nos dirigimos a aquel edificio para visitarlo y
se nos permitió la entrada.
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