((**Es8.243**)
contrición; algunos padrenuestros, avemarías y la
salve; después, de rodillas, agarrados de las
manos, continuamos diciendo nuestras oraciones
particulares. Pero algunos insensatos,
indiferentes ante aquel peligro, como si nada
sucediese, se ponían de pie, se movían
continuamente, iban de una parte a otra, riéndose
y burlándose de la actitud suplicante de sus
compañeros.
Y he aquí que la nave se detuvo de improviso,
giró con gran rapidez sobre sí misma, y un viento
impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados.
Eran treinta; y como el agua era muy profunda y
densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a
ver más. Nosotros entonamos la Salve y más que
nunca invocamos de todo corazón la protección de
la Estrella de mar.
Sobrevino la calma. Y la nave, cual pez
gigantesco, continuó avanzando sin saber nosotros
adónde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un
continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se
hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes
cayesen al agua y se intentaba, por todos los
medios, salvar a los que caían en ella. Pues había
quienes, asomándose imprudentemente a los bajos
bordes de la embarcación, se precipitaban al lago
((**It8.278**)),
mientras que algunos muchachos descarados y
crueles, invitando a los compañeros a que se
asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos
al agua. Por eso algunos sacerdotes prepararon
unas cañas muy largas, gruesos palangres y
anzuelos de varias clases. Otros amarraban los
anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y
otros, mientras que algunos ocupaban ya sus
puestos con las cañas levantadas, con la vista
fija en las aguas y atentos a las llamadas de
socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y
el náufrago se agarraba al palangre o bien quedaba
prendido en el anzuelo por la cintura, o por los
vestidos y así era puesto a salvo.
Pero también entre los dedicados a la pesca
había quienes entorpecían la labor de los demás e
impedían su trabajo a los que preparaban y
distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban
para que los jóvenes, muy numerosos aún, no se
acercasen a la borda de la embarcación.
Yo estaba al pie de una alta gavia plantada en
el centro, rodeado de muchísimos muchachos,
sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes.
Mientras fueron dóciles y obedientes a mis
palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos,
contentos, seguros. Pero no pocos comenzaron a
encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a
tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de
las molestias y peligros de la travesía, a
discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a
pensar en la manera de hallar otro refugio, a
ilusionarse con la esperanza de encontrar tierra a
poca distancia y en ella un albergue seguro, a
lamentarse de que, en breve, nos faltarían las
vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su
obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con
razones.
Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista
otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían
seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces
aquellos imprudentes determinaron secundar sus
caprichos, alejándose de mí y obrando según su
propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que
estaban en nuestra embarcación y, al descubrir
otras bastante largas que flotaban no muy lejos,
saltaron sobre ellas y se alejaron en compañía de
las otras balsas que habían aparecido cerca de la
nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa
para mí ver a aquellos infelices que iban en busca
de su ruina. Soplaba el viento; las olas
comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos
quedaron sumergidos bajo ellas; otros,
aprisionados entre los espirales de la vorágine y
arrastrados a los abismos; otros, chocaban con
objetos que había a flor de agua y desaparecían;
algunos lograron subir a otras embarcaciones,
(**Es8.243**))
<Anterior: 8. 242><Siguiente: 8. 244>