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Don Bosco, pues, ante todos sus muchachos,
habló así el lunes por la noche, primer día del
año 1866:
Me pareció encontrarme a poca distancia de un
pueblo que por su aspecto parecía Castelnuovo de
Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio
hacían recreo alegremente en un prado inmenso;
cuando he aquí que se ven aparecer de repente las
aguas en los confines de aquel campo, quedando
bien pronto bloqueados por la inundación, que iba
creciendo a medida que avanzaba hacia nosotros. El
Po se había salido de madre e inmensos y
desmandados torrentes fluían de sus orillas.
Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr
hacia la parte trasera de un molino aislado,
distante de otras viviendas y con muros gruesos
como los de una fortaleza. Me detuve en el patio
del mismo, en medio de mis queridos jóvenes, que
estaban aterrados. Pero las aguas comenzaron a
invadir aquella superficie, viéndonos obligados
primeramente a entrar en la casa y después a subir
a las habitaciones superiores. Desde las ventanas
se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de
las colinas de Superga hasta los Alpes, en lugar
de los prados, de los campos cultivados, de los
bosques, caseríos, aldeas y ciudades, sólo se
descubría la superficie de un lago inmenso. A
medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un
piso a otro.
Perdida toda humana esperanza de salvación,
comencé a animar a mis queridos jóvenes,
aconsejándoles que se pusiesen con toda confianza
en las manos de Dios y en los brazos de nuestra
querida Madre, María.
Pero el agua había llegado ya casi al nivel del
último piso. Entonces, el espanto fue general, no
viendo otro medio de salvación que ocupar una
grandísima balsa, en forma de nave, que apareció
en aquel preciso momento y que flotaba cerca de
nosotros.
Cada uno, con la respiración entrecortada por
la emoción, quería ser el primero en saltar a
ella; pero ninguno se atrevía, porque no la
podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que
emergía un poco sobre el nivel de las aguas.Un
solo medio nos podía facilitar el acceso ((**It8.276**)), a
saber, un tronco de árbol, largo y estrecho; pero
la cosa resultaba un tanto difícil, pues un
extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que
no dejaba de moverse al impulso de las olas.
Armándome de valor pasé el primero y para
facilitar el transbordo a los jóvenes y darles
ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes
que, desde el molino, sostuviesen a los que
partían y desde la barca tendiesen la mano a los
que llegaban. Pero ícosa singular! Después de
estar entregados a aquel trabajo un poco de
tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían
tan cansados que unos en una parte, otros en otra,
caían exhaustos de fuerzas; y los que los
sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de
lo que ocurría a aquellos mis hijos, yo también
quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que
no me podía tener de pie.
Entretanto, numerosos jóvenes dejándose ganar
por la impaciencia, ya por miedo a morir, ya por
mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo
de viga bastante largo y suficientemente ancho,
establecieron un segundo puente, y sin esperar la
ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se
dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin
escuchar mis gritos:
-íDeteneos, deteneos, que os caeréis!, les
decía yo.
Y sucedió que muchos, empujados por otros o al
perder el equilibro antes de llegar a la balsa,
cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y
turbulentas aguas sin que se les volviese a ver
más.
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