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mesa de los superiores. Pero, sobre todo,
observaba si se adaptaban a la vida común y a las
incomodidades que ésta lleva aparejadas; y cuando
sabía que cierta ocupación no se compaginaba con
el carácter de alguno, el día que menos lo
esperaba le encargaba precisamente de ella con un
>>Podría hacer tal cosa, por favor? Se lo
agradecería.
Las reprensiones y los avisos le servían
también de norma para juzgar el amor propio de
cada uno. En ocasiones, especialmente, simulaba no
dar una muestra de benevolencia, y escrutaba de
diversos modos los sentimientos del corazón y la
firmeza de la vocación. Encontramos en un
cuadernito de recuerdos de un salesiano, que entró
ya adulto en el Oratorio y que en este mismo año
se preparaba para emitir sus votos, la siguiente
página:
<((**It8.239**)) Es más,
en el día de su santo, le declamé unos versos con
todo el afecto y con toda mi mejor intención, y ni
me miró, ni me dijo nada, ni siquiera un simple
<<íbien!>> hijo de su bondad, para animar nuestra
buena voluntad. Como sé que don Bosco conoce a
menudo el interior de los corazones, examiné mi
conciencia para asegurarme de no haber hecho nada
malo que le pudiera desagradar.
Hoy mismo, me ha sometido a una dura prueba.
Vino con un señor a enseñarle la imprenta, donde
yo me encontraba. Todos se dirigieron a él... Los
cajistas, a medida que iba pasando junto a su caja
de caracteres, le saludaban respetuosamente. Para
todos tenía una palabra amable, un elogio, una
recomendación. Esperé que finalmente se acordase
de mí. Pasó a mi lado, besé su mano, fijando
conmovido mis ojos en él con la esperanza de una
muestra de consuelo. No se percató de mí; <>, remitiéndome al dicho escolar; y ni
siquiera cuando, al besar su mano, pronuncié su
nombre, como es nuestra costumbre. Se ve a las
claras que está enfadado conmigo, no hay duda.
>>Qué he hecho?
Me di cuenta de que era el único de quien se
desentendía.
Con el alma herida más de lo que uno pueda
imaginarse, con mirada lastimera, seguí a don
Bosco que continuaba su recorrido. Allá abajo, en
el último rincón, se encontró todavía con un
muchacho que, no es por decirlo, pero me parece
ligero, atolondrado y, casi, diría, malo. Y ílo
que es la suerte! Don Bosco se paró junto a él, se
lo presentó a aquel señor y sonriendo le contó su
vida y milagros. Díjole después que fuera a su
sitio y, como quien no se da cuenta, se lo llevó
detrás bastante tiempo. Bromeaba, le decía que
volviera a su trabajo y con mano firme le
detenía...
Volví a mi mesa. Los ojos corrían sobre las
galeradas, la mano quería fijar la mente para
entender lo que leía, pero era un trabajo inútil,
no entendía nada. Leí otra vez lo que tenía
delante y peor que antes.
La imprenta estaba en la planta baja y algunas
ventanas daban al patio.
Mientras me encontraba en tan dolorosa angustia
de mente y de corazón sentí que unos dedos
golpeaban suavemente tras los cristales de la
ventana. Levanté la cabeza
(**Es8.211**))
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