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((**Es8.211**) mesa de los superiores. Pero, sobre todo, observaba si se adaptaban a la vida común y a las incomodidades que ésta lleva aparejadas; y cuando sabía que cierta ocupación no se compaginaba con el carácter de alguno, el día que menos lo esperaba le encargaba precisamente de ella con un >>Podría hacer tal cosa, por favor? Se lo agradecería. Las reprensiones y los avisos le servían también de norma para juzgar el amor propio de cada uno. En ocasiones, especialmente, simulaba no dar una muestra de benevolencia, y escrutaba de diversos modos los sentimientos del corazón y la firmeza de la vocación. Encontramos en un cuadernito de recuerdos de un salesiano, que entró ya adulto en el Oratorio y que en este mismo año se preparaba para emitir sus votos, la siguiente página: <((**It8.239**)) Es más, en el día de su santo, le declamé unos versos con todo el afecto y con toda mi mejor intención, y ni me miró, ni me dijo nada, ni siquiera un simple <<íbien!>> hijo de su bondad, para animar nuestra buena voluntad. Como sé que don Bosco conoce a menudo el interior de los corazones, examiné mi conciencia para asegurarme de no haber hecho nada malo que le pudiera desagradar. Hoy mismo, me ha sometido a una dura prueba. Vino con un señor a enseñarle la imprenta, donde yo me encontraba. Todos se dirigieron a él... Los cajistas, a medida que iba pasando junto a su caja de caracteres, le saludaban respetuosamente. Para todos tenía una palabra amable, un elogio, una recomendación. Esperé que finalmente se acordase de mí. Pasó a mi lado, besé su mano, fijando conmovido mis ojos en él con la esperanza de una muestra de consuelo. No se percató de mí; <>, remitiéndome al dicho escolar; y ni siquiera cuando, al besar su mano, pronuncié su nombre, como es nuestra costumbre. Se ve a las claras que está enfadado conmigo, no hay duda. >>Qué he hecho? Me di cuenta de que era el único de quien se desentendía. Con el alma herida más de lo que uno pueda imaginarse, con mirada lastimera, seguí a don Bosco que continuaba su recorrido. Allá abajo, en el último rincón, se encontró todavía con un muchacho que, no es por decirlo, pero me parece ligero, atolondrado y, casi, diría, malo. Y ílo que es la suerte! Don Bosco se paró junto a él, se lo presentó a aquel señor y sonriendo le contó su vida y milagros. Díjole después que fuera a su sitio y, como quien no se da cuenta, se lo llevó detrás bastante tiempo. Bromeaba, le decía que volviera a su trabajo y con mano firme le detenía... Volví a mi mesa. Los ojos corrían sobre las galeradas, la mano quería fijar la mente para entender lo que leía, pero era un trabajo inútil, no entendía nada. Leí otra vez lo que tenía delante y peor que antes. La imprenta estaba en la planta baja y algunas ventanas daban al patio. Mientras me encontraba en tan dolorosa angustia de mente y de corazón sentí que unos dedos golpeaban suavemente tras los cristales de la ventana. Levanté la cabeza (**Es8.211**))
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