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En medio de tantos quebraderos de cabeza, no
cesaba de ocuparse del crecimiento de la Pía
Sociedad de San Francisco de Sales. Había visto
formarse a su lado filas de salesianos, buen
número de los cuales ya se había consagrado a Dios
con los votos trienales. Estas almas generosas
fueron veintidós en mayo del 1862, como ya hemos
narrado; en 1863 se les añadieron seis clérigos y
el sacerdote Bartolomé Fusero; en 1864 un
estudiante, tres coadjutores seglares y nueve
clérigos. Por tanto, eran ya cuarenta los que
habían pronunciado los votos temporales, como
consta en el registro de las profesiones con la
firma de cada profeso y los testigos.
Pero como quiera que en el año anterior la Pía
Sociedad había sido aprobada por Roma, don Bosco
había decidido que en el mes de noviembre se
emitirían los primeros votos perpetuos; así se
cimentarían indisolublemente las piedras ya
colocadas en los fundamentos de su Instituto.
Tales eran los miembros natos de la Pía
Sociedad, a saber, los que, aún antes de toda
pública aprobación eclesiástica, se habían
consagrado con votos para ayudarlo en su misión.
Hacía varios años que él andaba sometiendo a
prueba a otros que pedían seguir el ejemplo de los
primeros. Estos podían dividirse en dos clases. La
primera, la más numerosa, era la de aquellos que
desde su más temprana juventud habían sido
educados por él y ((**It8.238**)) a
quienes podía tratar con plena confianza, porque
conocía perfectamente su bondad y su valía.
Invitaba cariñosamente a éstos a permanecer con
él, seguro de su vocación, pero dejándoles en
plena libertad para seguir su invitación, ya fuera
renovando los votos temporales o preparándose para
hacer los perpetuos. Muchos aceptaron la
invitación y otros, una vez terminados sus
estudios, se retiraron y fueron buenos sacerdotes
en sus diócesis.
La otra clase era la de personas adultas,
seglares o sacerdotes, que pedían hacerse
salesianos. A éstos, sin que apenas ellos mismos
se diesen cuenta, los sometía a una prueba más o
menos corta, según le parecía necesario para
asegurarse de su virtud y de la perseverancia en
la resolución tomada.
Ya hemos presentado anteriormente algún ejemplo
a propósito. De manera cortés, cordial, pero con
gracia particular, a uno que era profesor de
Filosofía, le encomendaba una clase de enseñanza
primaria; a otro, orador de fama, le encomendaba
el cuidado de los criados; a un señor distinguido,
la asistencia de un taller, a éste, que parecía
demasiado atado a la familia, le encargaba de un
mandato en su propio pueblo; a aquél, le daba un
sitio menos honroso en la
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