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en el suelo y se echó a correr por los pasillos,
golpeando a todas las puertas y repitiendo:
-íDon Víctor se muere!
Acudió el primero el clérigo Sala; levantó del
suelo con sus robustos brazos el cuerpo del santo
sacerdote y lo colocó en la cama. Tras de Sala
llegué yo, pero no tuve tiempo para leerle las
preces de los agonizantes. Apenas colocado en la
cama, don Víctor Alasonatti expiraba.
En aquel momento sonaban las campanadas
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medianoche, que daba paso a la festividad de la
maternidad de María Santísima. Nuestro querido
Prefecto había muerto de pie, como un valiente
soldado de Dios. íSu sacrificio se había
consumado!
Mientras tanto, acudieron los demás clérigos.
Silenciosos contemplaban los restos exánimes del
que tanto había trabajado por ellos. De rodillas
recitaron las letanías de la Virgen y el De
Profundis.
Una hora después partía de Lanzo, a pie, el
clérigo Nicolás Cibrario.
A las ocho, después de recorrer casi treinta y
dos kilómetros, anunciaba a don Bosco la dolorosa
pérdida y le entregaba una carta mía en la que le
describía los últimos momentos del querido don
Víctor Alasonatti.
Al hacerse de día se colocó el cadáver
arreglado y revestido, en un sillón. El pintor
Rollini dibujó su semblante y un amigo suyo,
escultor, se prestó a sacarle también la
mascarilla. En el entierro, que resultó
solemnísimo, tomaron parte los cantores y otros
llegados del Oratorio.
Examinados los papeles que el santo varón había
llevado consigo, se encontraron dos cuadernitos
escritos de su propia mano, que fueron entregados
a don Bosco. Uno contenía sus propósitos de los
ejercicios espirituales hechos en San Ignacio en
el 1861, y unas oraciones a las llagas de Jesús
crucificado; en el otro tenía una colección de
jaculatorias para la más mínima acción de la
jornada, sacadas de los salmos, y de algunas
prácticas de devoción.
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