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Y como yo no me moviera, dijo:
Vaya, le digo; íobedezca!
A la mañana siguiente se levantó de la cama y
bajó al jardín, donde se sentó a la sombra de una
pérgola. En medio de su incesante trabajo en el
Oratorio, se había ocupado con celo para hacer
reconocer y aprobar por la Santa Sede el culto
dado ab immemorabili (desde tiempo inmemorial) al
beato Querubín Testa, religioso de la Orden de San
Agustín, muerto en Avigliana, su pueblo, en el
1479. Las reliquias de este querido santo, después
de la dispersión de sus hermanos, habían sido
trasladadas desde el sepulcro del convento a la
iglesia parroquial de San Juan. Durante más de
nueve años, trabajó don Víctor Alasonatti en la
búsqueda de documentos y pruebas, enviando
instancias, redactadas en buen latín, a la Sagrada
Congregación de Ritos. Esperaba el suspirado
decreto de un día a otro.
Cuando he aquí que, al mediodía del último de
su vida, entró en el jardín el clérigo Sala y le
entregó un fajo de papeles precintado con varios
sellos. Don Víctor lo abrió. Era el decreto que
aprobaba el culto dado por los fieles al beato
Querubín y concedía la misa y el oficio para toda
la Orden de los Eremitas de San Agustín, y a la
ciudad y archidiócesis de Turín. El Oremus y las
lecciones del segundo nocturno eran las que don
Víctor Alasonatti había compuesto.
Leyó el decreto, guardó un momento de silencio
y finalmente exclamó:
-íEstoy verdaderamente contento! íFinalmente
tengo el honor de leer esta acta!
Y, elevando al cielo los ojos impregnados en
lágrimas, añadió:
((**It8.214**)) -Nunc
dimittis servum tuum, Domine! (Ahora puedes dejar
ir a tu siervo, Señor). íAhora muero contento! íNo
me faltaba más que esta satisfacción.
El clérigo le dijo:
-Ahora, usted que ha trabajado tanto por la
gloria de este santo, será el primero en probar
los efectos de su intercesión ante el Señor.
No respondió enseguida, pero después de un
momento de silencio, añadió:
-íPedir! Y >>qué he de pedir? Me hace
continuamente gracias, así que nada tengo que
pedir.
-Podría pedirle la gracia de la salud.
-No, no; no me atrevo a pedirla, porque no la
merezco.
A todos cuantos se le acercaban, les hacía leer
el decreto y les mostraba cuán feliz era.
(**Es8.190**))
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