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-No te escandalices, le decía, si busco alguna
comodidad.
Ofrezco todos los días mi cuerpo al Señor, pero
también tengo la obligación de mantenerlo en vida,
hasta que a El le plazca.
Dijo una vez sonriendo:
-Yo ya estoy muerto; al menos así me lo parece,
y ya hace alguna semana que tengo este pensamiento
fijo. Me parece que hay en mí dos hombres: uno que
sufre y otro que contempla tranquilamente sus
dolores y la gangrena que poco a poco lo acerca a
la corrupción.
íQué heroica resignación cristiana!
Hacía ya un mes que edificaba al colegio de
Lanzo con su virtud, cuando el 5 de octubre,
jueves, sintió que le iban faltando gradualmente
las fuerzas. Después de comer mandó llamar a su
confesor, que era el párroco de Pessinetto, don
Antonio Longo, compañero suyo de estudios. Este,
al entrar en su aposento, le dijo:
->>Qué quieres que pida al Señor para ti? >>La
salud?
-Hágase la voluntad de Dios, respondió don
Víctor, y semper Deo gratias.
Después de confesarse, suplicó que le
administrasen el Santo Viático, y don Antonio
Longo, advirtiendo la gravedad del mal, consintió.
Entró el Santísimo Sacramento en la habitación,
acompañado por los alumnos. Cuando el enfermo lo
vio, le acometió tal ímpetu de amor que empezó a
respirar afanosamente. ((**It8.210**)) Quiso
recitar él mismo el Yo pecador y lo hizo con tal
unción que parecía no sentir ya sus dolores. Una
vez que comulgó, quedó sumido en profunda
meditación: y solamente después de casi un cuarto
de hora movió lentamente la cabeza y, fijando la
mirada en dos clérigos que permanecían junto a la
cama, les dijo con voz solemne:
-Aprended de mí, hijos míos, a recibir a tiempo
los Santos Sacramentos.
Al día siguiente sintió una ligera mejoría,
porque los consuelos que el buen Jesús había
comunicado a su corazón, le hicieron olvidar sus
dolores. Al caer de la tarde, como sintiera
dolores agudísimos, quiso confesarse de nuevo.
Hizo que encendieran una vela bendecida y pidió
los Santos Oleos. El vicario Albert, párroco de
Lanzo, le administró el Sacramento y el enfermo
respondió con devoción conmovedora a todas las
oraciones del rito sagrado, y con tal sentimiento
de humilde compunción, que hizo llorar a todos los
presentes. Recibió además la Bendición Papal,
agradeció al párroco su caridad y se encomendó a
sus oraciones, en caso de que aquella noche
llegase a faltar. Dicho esto, se recogió en
oración por algún tiempo.
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