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se le afilaba el rostro y le castañeteaban los
dientes, el catarro parecía ahogarlo, la tos le
quebrantaba el pecho y salía la sangre de su boca,
no emitía un grito, ni un lamento, antes bien
afloraba a sus labios una sonrisa,
desgraciadamente espasmódica y angustiosa.
Quien se hallaba presente a una de estas crisis
adquiría un sentimiento de compasión que le duraba
todo el día; y, sin embargo, él, apenas podía
recuperar la respiración, decía inmediatamente:
Deo gratias. Después de haber estado aletargado
unos minutos, de haber pasado una noche desvelado,
tras haber tomado un bocado o un sorbo, a
continuación de un paseito por el jardín, después
de recibir una noticia buena o mala, repetía
siempre: Deo gratias.
Los clérigos, aunque eran pocos y cargados con
las obligaciones de clase, de estudio, recreos y
paseos, se habían repartido las horas del día y de
la noche, de modo que a toda hora había uno de
ellos para atender al querido enfermo. Pero éste
hacía lo posible para causar el menor estorbo a
ellos y al colegio. Procuraban prepararle comidas
que suponían de su gusto, pero frecuentemente,
cuando las tenía delante, sentía tal repugnancia y
tales náuseas que, pidiendo excusas, rogaba las
devolvieran a la cocina y prohibía al mismo tiempo
que le preparasen otras.
Le producía algún alivio una sopita de sémola
muy caliente que, por orden del médico, se le
llevaba cada dos horas. Sucedió cierta mañana que
el clérigo encargado de servírsela tuvo que suplir
al maestro de una clase, creído que alguien
ocuparía su puesto junto al enfermo. Pero no fue
así y don Víctor se quedó toda la mañana sin el
acostumbrado caldo. Tenía a mano la cuerda de la
campanilla, mas no quiso ((**It8.205**)) llamar
a nadie hasta la una de la tarde, esperando que
terminase la comida comunitaria. Llamó entonces,
acudió el clérigo Sala y don Víctor le preguntó
sonriente:
->>Os habéis olvidado de mí?
->>Cómo? >>Aún no le han traído la comida?
Bajó inmediatamente a la cocina para dar las
órdenes oportunas.
Acudió mientras tanto junto al enfermo el clérigo,
involuntariamente causante del descuido, esperando
la merecida reprimenda, y a sus excusas oyó que le
respondía afectuosamente:
-No importa; tráeme ahora algo. Deo gratias.
Temía morir sin verse asistido por los
hermanos; así que, si en algún momento se
encontraba solo, este pensamiento le ocasionaba
una angustia que le ponía nervioso. Y, sin
embargo, muchas noches obligaba al enfermero a
retirarse para que descansara.
-No es lógico, repetía, que sufran los demás
por mí.
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