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María más que a nadie después de Dios. Y digo más
que a nadie después de Dios porque si mis padres
me dieron la vida física, usted me dio la vida del
alma, que es un don mucho más apreciable. Y el don
más grande que usted me ofreció fue el haberme
enviado a este Monasterio...
>>Sabe que alguna vez he hablado con usted y me
he encomendado a sus oraciones con la seguridad
moral de que usted me oía desde ahí? Ciertamente,
yo no lo dudo: usted me ha oído y ha rezado por
mí...
Si se digna responderme, lo que no hay que
decir cuánto lo deseo, déme alguno de sus
consejos, una de aquellas advertencias... Y
ruegue, ruegue por mí. Ruegue a María Santísima
para que no ceda jamás a las insinuaciones
malignas del demonio, para que ame siempre a esta
bonísima protectora y siempre tenga que recurrir a
Ella como a la única áncora que me queda, la única
brújula que me guía a Jesús.
Le ruego salude a don Víctor Alasonatti, a mi
querido Caballero, a don Juan Bautista Francesia,
al meláncólico don Juan Bautista Cagliero, al
reverendo Boggero, a los cuales recuerdo cada día
y a todos los demás, con Don o sin él, a quienes
aprecio y amo como hermanos. Me recomiende a las
oraciones de la Casa. Diga a J... y a R... que les
suplico me obtengan la perseverancia y que cuento
mucho con sus oraciones.
Y a usted, padre mío, >>qué le diré? >>Qué
felicidades desearle? Me uno a todo lo bueno y
grato que se dirá en esta fiesta del Oratorio y
especialmente a todo lo que el tierno afecto de
don Juan Bta. Francesia sabrá escribir,
prometiéndole mis pobres oraciones y la comunión
del sábado.
Rogándole me bendiga, y como si yo estuviese de
rodillas ante usted, besando con efusión su
sagrada mano, me suscribo
JERONIMO MARIA SUTTIL
((**It8.151**)) Era la
noche de la vigilia de san Juan. Los edificios
aparecían espléndidamente iluminados. Un amplio
espacio circular del patio, cercado por altos
postes con banderas, estaba lleno de bancos donde
se sentaban los alumnos. Había un trono preparado
para don Bosco y frente a él un gran palco con
gradas para la banda y los cantores que debían
interpretar el himno. A ambos lados del trono,
asientos para un gran número de bienhechores y en
el centro de aquel anfiteatro una mesa donde se
veían los regalos y ramos de flores.
Poetas y prosistas leían sus composiciones,
alternando con las sinfonías y los aplausos a don
Bosco, que se unía con frecuencia a ellos
transformando la fiesta en una demostración de
común alegría.
Cerró el acto don Bosco con un discursito. Parecía
sereno, no obstante la enfermedad de sus cuatro
colaboradores. Pero su resignación no impidió que
manifestara a los muchachos su pena y que les
rogara le ayudasen a llevar aquella cruz. Muchos
lloraron, cuando aludió a la cercana muerte de don
Víctor Alasonatti.
Las demostraciones de amor a don Bosco no se
limitaban a su día onomástico; aunque con menos
solemnidad, se repetían frecuentemente
(**Es8.138**))
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