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Médicos famosos, reunidos en consulta,
declararon incurable su mal y hablaron de amputar;
pero ante ((**It8.125**)) su
agotamiento decidieron que la amputación no lo
salvaría y que sólo serviría para hacerle sufrir
más; por lo tanto, era preferible dejar que la
naturaleza siguiera su curso. Cuando don Bosco oyó
este pronóstico añadió:
-íQuédese, pues, al cuidado de la Providencia!
Y Provera, ya no pudo posar el pie en tierra
mientras vivió; continuó moviéndose de un lado a
otro de la casa, con la rodilla apoyada sobre una
pequeña muleta de madera, y ayudándose de un
bastoncito. Esta cruz ya se la había predicho don
Bosco en el año 1862.
También había caído enfermo, víctima de su
celo, el Director del Colegio de Lanzo, don
Domingo Ruffino. Fue a Turín en los primeros días
de la semana santa para aconsejarse con don Bosco
y regresó al colegio sobre la imperial del coche,
bajo una lluvia continua durante cuatro horas.
Apenas llegó a casa se enteró de que en la
parroquia no daban abasto el párroco y su vicario
para atender a tantos penitentes como se
preparaban para cumplir con Pascua y, sin
cambiarse de ropa, se fue a confesar durante
varias horas.
Debido a esta generosa imprudencia, y dada su
débil constitución, no tardó en sentir un gran
dolor al pecho que, en pocos meses, le condujo a
la tumba.
Estaban, pues, enfermos el Director y el
Prefecto del Colegio de Lanzo, y don Bosco mandó
en su ayuda al Director espiritual del Oratorio,
don Bartolomé Fusero, joven sacerdote, con mucha
ciencia y de santas esperanzas. También éste,
apenas llegó al Colegio, se sintió afectado de
parálisis lenta al cerebro y tuvo que volver a
Turín y ser internado en una casa de salud.
El cuarto enfermo se encontraba en el Oratorio,
y don Bosco, en su dolor, habría ofrecido por él
su propia vida. Era éste don Víctor Alasonatti, ya
maduro para el cielo. Iba extinguiéndose a ojos
vistas.
Un reuma doloroso mortificaba su hombro derecho y
una úlcera en la garganta, siempre en aumento,
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amenazaba ahogarle a cada instante. Le obligaron a
la inacción y, con la esperanza de que los aires
nativos le ayudarían a restablecerse, accedió al
consejo de don Bosco, de ir a Avigliana. Fue y
desde allí escribía a su querido Superior:
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