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pero hemos de confesar que no hemos logrado
conocer la milésima parte de sus maravillosas
virtudes: nos pasa como a Cristóbal Colón, que
avanzando de isla en isla, yendo de descubrimiento
en descubrimiento, apenas si tocó un punto del
continente americano.
Terminemos con un cuadro en el que se contempla
su vida de estos primeros años, y donde se admira,
aunque con alguna inexactitud, el resplandor de la
verdad.
El periódico, Archivo del Eclesiástico, año I,
Volumen II del 1864, editado en Florencia, en el
artículo I Monellini (Los Pilluelos), después de
haber hablado de lo que se hizo en las diversas
ciudades de Italia en favor de los pobres
muchachos abandonados, dice así de don Bosco, en
la página trescientos nueve.
((**It7.849**)) Turín
cuenta con su don Juan Bosco, cuya obra en favor
de los pilluelos es muy digna de ser descrita aquí
brevemente.
Don Juan Bosco es un auténtico sacerdote, que
no posee un céntimo, pero que es rico de una fe
que obra prodigios, de una esperanza que dispone
de los tesoros de la Providencia y de una caridad
benigna y paciente, que no trabaja en vano, sino
que siempre alcanza su meta. Desde su primera
juventud se sintió movido por una especial
compasión por los pilluelos, y decidió salvarles;
y así, una vez ordenado sacerdote, se entregó a su
empresa. Conoció, además, sagacísimo como es, que
para hacerles el bien no bastaba quererlos sino
que era necesario dejarse querer por ellos, y que,
por ningún otro camino, se podría llegar a hacerse
querer sino dándose totalmente a ellos.
Comenzó, por consiguiente, a alternar con
ellos, mostrando un semblante sonriente y no
huraño y severo, y mezclándose en sus juegos de
muchachos parecía hacerse su discípulo, para
hallar el modo de hacerse su maestro. Habiéndose
hecho amigos a un buen número, se fue a vivir con
ellos dentro de un almacén alquilado que les
servía de dormitorio, de escuela, de capilla y de
todo. No pasó mucho tiempo hasta que, como don
Bosco contraía cada día nuevas amistades con los
pilluelos, el inmueble ya no era suficiente para
albergarlos y se vio obligado a trasladarse con
ellos de casa en casa, pasando siempre de una
pequeña a otra mayor. Al fin, cansado de mudanzas
tan frecuentes, y de las interminables quejas del
vecindario, que no podía aguantar el pequeño
aalboroto de las diversiones de los chicos,
resolvió comprar un campo en las afueras de Turín,
en Valdocco, y levantar allí, desde los cimientos,
un asilo para sus muchachos, que ha llamado:
Oratorio de San Francisco de Sales.
Cuando la casa está repleta, don Bosco no se
desanima; hace nuevos planos de edificios y los
levanta como por encanto. En este instante, como
ya no caben sus chicos en el antiguo Oratorio, por
él edificado, está construyendo una magnífica
iglesia que quiere dedicar a María Auxiliadora de
los Cristianos. En esta casa, pues, admite a
cuantos muchachos pobres se presentan, y sin
recibir un céntimo de ellos, les provee de
alimento y de vestido, y les da instrucción
completa, según la capacidad y la vocación de cada
uno. No hay que suponer de ningún modo que les
imponga a todos elegir un oficio manual: él les
deja ante todo plena libertad para dedicarse a las
bellas artes, a las letras, o al estado
eclesiástico, como si perteneciesen a la más
acomodada familia.
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