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dónde comer, porque no había ni sillas, ni mesa.
Nos arreglamos con dos caballetes sobre los cuales
se colocó una puerta, y, así, se tuvo enseguida la
mesa. No teníamos cocinero y encargamos al
camarero Givone que preparara el rancho. Arroz y
carne cocida en la misma olla fue nuestro menú
durante aquellos días. Las ventanas no tenían
cristales; más aún, algunas no tenían ni marco. La
primera noche se taparon los huecos con toallas y
mantas, sujetas con clavos al cerco. Así logramos
defendernos contra la intemperie del mes de
octubre.
>>Pero faltaban camas: >>cómo hacer? El vicario
Albert hospedó a los que pudo; los demás buscaron
paja, y con ella arreglaron su yacija para alguna
noche, hasta que llegaron las camas olvidadas en
Turín por quien debía realizar la expedición.
>>Mientras tanto, lo mismo don Domingo Ruffino
que nosotros los clérigos, íbamos todos con un
delantal ceñido a la cintura de un lado para otro
preparando locales; uno barría, otro quitaba el
polvo, éste ordenaba los bancos de las clases,
aquél ayudaba a la cocina.
>>El clérigo Guidazio, que había sido un buen
carpintero antes de ingresar en la Congregación,
hizo los marcos para algunas ventanas y ajustó las
puertas. Varios de nosotros trabajamos en el
huerto convertido en floresta, con lo que habían
crecido los retoños, los espinos y las acacias; y
lo roturamos en parte.
>>Aumentaba la tarea la colocación de los
muebles enviados por el Oratorio. Como ya había en
el colegio algunos alumnos, resultaba difícil
destinar alguno para asistirles y darles clase.
Añádase que los muchachos de la población,
incitados tal vez por alguien, nos eran
contrarios; nos recibían a pedradas y molestaban
el domingo nuestras funciones religiosas, con
gritos y golpeando la puerta ((**It7.808**))
exterior de la iglesia. Hasta algunos internos nos
tenían preocupados por haber sido expulsados de
otros colegios.>>
Este fue el inicio de un internado que, en
pocos años, gracias a las nuevas construcciones
hechas por don Bosco, debía contar más de
doscientos alumnos.
Entre tanto, el colegio, puesto bajo la
protección de san Felipe Neri, estaba dispuesto
para aceptar cincuenta alumnos y los maestros
habían dado comienzo a las clases. Los internos
eran pocos y muchísimos los de las escuelas
municipales. Don Domingo Ruffino escribía a don
Bosco:
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