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del sol, etc., etc..., eso ya no, jamás. ílmaginad
qué desconcierto! En lugar de descansar y
santificar el domingo, muchos, por ignorancia del
día en que estaban, habrían descansado el lunes.
Otros se habrían abstenido de comer carne el
jueves y la habrían comido sin escrúpulos el
sábado; en vez de ayunar en Cuaresma, habrían
ayunado en Carnaval (íhay ayunos de muchas
formas!) y siga la rueda. La verdad es que también
en el pasado sucedía esto alguna vez. Pero la
causa era precisamente porque éstos no leían el
almanaque del Hombre de bien y, por consiguiente,
ignoraban el modo de vivir y el día y el tiempo en
que vivían. Creedme, es algo muy importante saber
en qué día se vive y esto sin calendarios sería
imposible.
El mundo habría corrido el riesgo de arruinarse
si el Hombre de bien hubiese persistido en no
querer publicar nunca más su almanaque. Y
entonces, íqué hecatombe! íMisericordia! Mas, para
alejar el fatal acontecimiento, proveyó aquel
mismo viejecito que había originado la
determinación del Hombre de bien.
Apenas supo la futura muerte del almanaque, se
apresuró a comunicarla a todo hijo de vecino y, de
vuelta en la ciudad, lo notificó a cuantos se
encontró. Bastó esto para que un diluvio de cartas
inundara la casa del Hombre de bien; cartas de
color de rosa, de color verde, de color canario,
en las cuales, en nombre de todo lo nominable, se
le conjuraba a continuar la publicación del
benemérito almanaque. Estaban las cartas tan
llenas de patéticas expresiones, tan conmovedoras,
que el Hombre de bien no pudo resistir tanta
elocuencia y, renunciando a su campo, renunciando
a la satisfacción de cultivar zanahorias,
renunciando a la tranquilidad de la vida privada,
se decidió a proseguir su vida pública, únicamente
por el bien de la Sociedad.
Pero puso condiciones a sus lectores, a fin de
persuadirles de la utilidad de elaborar un
almanaque. En primer término, así como el
almanaque está hecho para distinguir los días
festivos de los que no lo son, así todos pongan el
máximo empeño en santificar aquéllos con
ejercicios de piedad y ocupar éstos con un trabajo
concienzudo y de provecho para todos. Segundo, que
así como el almanaque señala los días de
abstinencia de carnes, así todos tomen conciencia
de ello y se abstengan. Tercero, que cuando señala
tiempo pascual sirva para recordar a todos el
precepto de recibir en aquel tiempo los santos
sacramentos, sin cuya observancia es imposible que
uno consiga amar a Dios y al prójimo como debe
hacer un católico Cuarto, que se aprovechen de
todo lo que juzgue conveniente contarles. Y todo
esto el Hombre de bien lo dice en serio, porque
aunque él sea el hombre más gracioso del mundo,
((**It7.792**)) en lo
tocante a religión, no se permite ninguna broma,
porque sabe que con Dios no se juega y que la
broma, la burla en materia de religión es lo más
indigno y más loco que pueda haber.
Dicho esto, debo contaros todavía otro suceso,
ocurrido el año pasado al Hombre de bien, pero
sólo quiero contároslo a vosotros en confianza,
encargándoos no comunicarlo a ningún otro.
Vosotros no ignoráis, queridos lectores, que el
Hombre de bien llevaba, por respeto a la memoria y
al buen ejemplo de su abuelo un mechón de cabello,
envuelto desde el cogote en una cinta en forma de
cola que la caía sobre la espalda, y que se
llamaba coleta. Pues bien, hace más de un año que
se la ha quitado irremisiblemente. íQué queréis!
Le dijeron que aquello ya no estaba de acuerdo con
los tiempos y que era atrasado, retrógado,
oscurantista íqué se yo! Pobre Hombre de bien, le
hicieron abrir un par de ojos como dos platos, y
arrugar la nariz media hora. íPobrecito, no
entendía nada! El llevaba coleta, porque con ella
en el cogote, cuando iba por las calles de la
ciudad y de los pueblos, arrastraba tras de sí a
los chavales, y cuando
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