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Cuando se anunció que todo había terminado, se
levantó un señor y gritó:
-íViva don Bosco! íViva su escuela!
Los espectadores hicieron un eco prolongado a
su grito.
Cuando los actores llegaron a su hotel
encontraron preparado un vino de honor, que el
hostelero les presentó en nombre de los señores
del pueblo. El entusiasmo de la población era tal
que, habiéndose acercado algún joven al café o al
estanco, se le sirvió gratuitamente. Aquella noche
fue el siervo de Dios, hacia las nueve, en busca
de sus alumnos, para recitar con ellos las
oraciones.
El jueves, 13 de octubre, por la mañana, los
muchachos se dirigieron a la parroquia para oír la
santa misa. Con el permiso del párroco se rezaron
las oraciones en alta voz, se tocó el órgano y se
cantó un motete. Las muchas personas que estaban
en la iglesia a aquella hora se admiraron al
contemplar tan numerosas comuniones. Una señora se
aproximó a un muchacho y le dijo:
-Qué fiesta celebráis hoy?
-Por qué, señora?
-Porque he visto comulgar a muchos de vosotros.
-Lo hacemos todos los días sabe?
La señora quedó conmovida y se retiró
exclamando:
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-Bendita la juventud que crece en tal escuela.
Después del desayuno había que ir a Acqui.
Pero, antes de partir, quiso don Bosco advertir
con prudente caridad a don Tito, que se había
mostrado demasiado generoso con él y sus alumnos.
Aquel sacerdote empleaba sus riquezas para
favorecer a los pobrecitos, pero emprendía
demasiadas cosas y casi siempre por intereses
materiales. Había fundado un banco que
suministraba pingües beneficios, había organizado
una gran panadería, había levantado un magnífico
edificio para colegio elegante de chicas,
dirigidas por sus religiosas, cada una de las
cuales había llevado consigo una rica dote.
En vano le amonestaban don Domingo Pestarino y
otros amigos para que no corriera demasiado tras
las ganancias del banco. Don Bosco dialogó con él
familiarmente y hablóle de aquellas empresas: le
indicó que no olvidara que el mundo odia a los
religiosos y que si no logra hacerles daño hoy, se
lo hará mañana; que, por tanto, es mejor que el
sacerdote se ocupe de las cosas sagradas, dejando
a los seglares las cosas del siglo. Le recordó las
palabras de San Pablo: Nemo militans Deo implicat
se negotiis saecularibus (Nadie que se dedica a la
milicia de Dios se enreda en los negocios de la
vida)
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