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la gracia. En efecto, nunca más sufrí hemorragias
por la nariz: de vez en cuando, al llegar los
cambios de estación, me caían dos o tres goterones
de sangre y luego se paraban al momento sin más
consecuencias ni daño para mi salud.
Muchas veces he oído hablar de curaciones
verdaderamente milagrosas a personas de autoridad
y dignas de fe. La iglesia de María Auxiliadora se
edificó a base de gracias extraordinarias,
otorgadas por la Virgen, mediante la intercesión
de nuestro venerable padre don Bosco.
Que esta humilde exposición, hecha con toda
sinceridad y conciencia, pueda contribuir para
alcanzar lo que tantos desean de corazón, esto es,
ver cuanto antes al siervo de Dios don Juan Bosco
venerado en los altares y honrado con el culto de
los santos.
CRAVOSIO ANFOSSI
Aquel mes hubo un alumno que cometió una falta
grave y se escapó del Oratorio. Volvió el padre
con él y como no se lo admitían, consiguió, por
medio del párroco, que los Superiores tuvieran
clemencia. Fue en esta ocasión cuando don Bosco
dirigió a los alumnos uno de aquellos sus
excepcionales discursos que justificaban la
conducta de los superiores en aquel caso, daban el
merecido reproche al culpable e infundían en los
demás alumnos un saludable aborrecimiento de todo
lo que deshonra a un joven cristiano.
((**It7.669**)) Hace
doce años que un muchacho, educado cristianamente
por su madre, salía de la casa paterna para ir a
la capital a estudiar. Cómo se oprimía el corazón
de aquella buena madre con esta despedida.
Temía mucho que su hijo se desviara de los
rectos senderos de la piedad y de la religión.
Intentó el muchacho tranquilizarla y le prometió
que no olvidaría sus advertencias. Fue, estuvo
algún tiempo y luego regresó a casa. Al primer
encuentro con la madre todo fueron abrazos, besos,
demostraciones de cariño de una y otra parte. Pero
el hijo no era ya el de antes; los malos
compañeros y las malas lecturas habían corrompido
al inexperto joven. No tardó la madre en darse
cuenta de ello.
Ya no obedecía, no quería estarse en casa, ni
acercarse a los sacramentos. La pobre y desolada
madre intentó corregirle, pero inútilmente. Volvió
a los estudios y a los antiguos amigos. La madre
se angustiaba, lloraba, con frecuencia le enviaba
los consejos más afectuosos, pero en vano. La
madre se consumía; tanta fue su pena, que cayó
enferma. Esta noticia conmovió un poco al
muchacho, pero luego volvió a sus diversiones y a
su disipación. Retornó a casa imaginando que la
madre curaría, mas una noche, mientras dormía, oyó
abrir la puerta de su habitación y a su hermana
gritarle:
-Ven aprisa, si quieres ver todavía una vez más
a tu madre, antes de que muera.
Saltó de la cama, se vistió, corrió junto al
lecho de la madre y la contempló casi en agonía y
sin sentido.
Su corazón se conmovió: el pensamiento de
haberla ocasionado tantos disgustos, de ser, tal
vez, el causante de su muerte lo asaltó y se fue
apoderando de él; miró a la madre llorando a
lágrima viva, la llamó, estrechó su mano y
exclamó:
-íMamá, mamá! Me perdonas mis faltas?... Dime
una palabra, dime que me perdonas.
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