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especie de convicción de que aquél a quien don
Bosco había impuesto el hábito, como a mí, nunca
debía quitárselo>>.
El canónigo Ballesio, párroco en Moncalieri,
escribió también:
<>-Tú serás párroco y canónigo.
>>Sus palabras nos hicieron reír a mí y a mis
compañeros. Las recuerdo muy bien, como si ahora
mismo (1906) las oyese. Las olvidé, pero volvieron
a mi memoria cuando, por disposición de la divina
Providencia, se convirtieron en realidad>>.
Proseguimos la narración:
Después de don Miguel Rúa llegaron los demás a
su destino. Fue conmovedora y acompañada de
lágrimas la escena de despedida de aquellos buenos
hijos de su padre. Fueron muchas las veces que la
víspera de la partida acudieron a su habitación
para verle, hablarle todavía, y despedirse. Era
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primera vez que ellos, a quienes parecía imposible
vivir sin don Bosco, salían del Oratorio para
establecerse durante un tiempo considerable lejos
de él.
El día 20 de octubre se abrió el colegio de
Mirabello y comenzaron las clases. Estaban
distribuidas así: cuarto y quinto de bachillerato,
Cerruti; Bonetti, tercero; Cuffía, segundo; y
primero, Nasi. Dalmazzo dirigía el tercer grado
elemental y Alessio el segundo.
Los maestros pusieron manos a la obra con celo
admirable. Todos eran jóvenes; pero, como dijo don
Bosco, tenían el espíritu de Jesucristo, el cual,
por ser eterno, hace prudente la actividad
generosa de la juventud.
Eran pocos y jóvenes. Sólo era sacerdote Miguel
Rúa, y Juan Bonetti se ordenaba en mayo de 1864.
Así que tuvieron que sudar mucho para que todo
procediese con orden, pero el espíritu de
sacrificio no se desalentaba; les tocaba hacer de
todo y estar en todas partes: lo mismo atendían
las múltiples materias de las clases, que asistían
continuamente por falta de personal, o cuidaban la
limpieza de la casa, escoba en mano, cuando era
menester.
Sólo en 1876, afirmó don Bosco, puede decirse
que se superaron las dificultades y se aliviaron
los trabajos del personal. No obstante, el colegio
fue tan bien encarrilado y dirigido que, en poco
tiempo, produjo maravillosos frutos. Cuando se
abrió, no tenía el Seminario Mayor de Casale ni
siquiera veinte seminaristas, entre estudiantes de
filosofía y teología; y pocos años después,
gracias a los alumnos de
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