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No se habló en balde: el mensajero del diablo
cambió de parecer y llevó a otro sitio sus necios
insultos contra la Iglesia.
Pero en las ciudades populosas, respaldado por
los sectarios, que le pagaban cinco liras al día,
y por la gentecilla, se entretenía mucho. En Turín
se le permitió despotricar durante muchos años
contra la autoridad pontificia, el purgatorio, la
confesión y la misa. Cuando se celebraba una
fiesta solemne o una procesión aparecía don José
Ambrogio en la plaza de la iglesia o por los
alrededores. Más de una vez se exigía a la policía
que le hiciera callar o alejarse.
El Hombre de Bien para rebatir las muchas
blasfemias de aquel desgraciado, exponía la vida
de don José Ambrogio, y decía que ciertamente no
era la de un santo sacerdote, porque estaba
suspendido hacía largo tiempo por su Obispo a
causa de gravísimos motivos; daba algunos datos
acerca de su doctrina y señalaba cómo sus errores,
fruto de la soberbia y la ignorancia, no eran
novedades y ya habían sido refutados
victoriosamente por los escritores católicos.
Descubría la estupidez de ciertas diatribas suyas
contra el Papa y concluía con una magnífica
apología del sacerdocio católico por él
calumniado, recordando especialmente las
maravillosas obras del canónigo Cottolengo.
Este llamamiento debió saber muy mal a los
patronos de don José Ambrogio por lo que un tropel
de gente de baja ralea, a la que él con su
conducta se había enrolado, bajaba de noche a las
proximidades de la calle de la Jardinera y hacían
víctima de sus pedradas el dormitorio colocado
encima de la imprenta. Esta molestia duró casi un
mes. Una de las primeras noches quedaron rotos
casi todos los cristales y hubo que defender las
ventanas con rejas.
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