((**Es7.40**)
sus enfermos, a un comerciante por las ferias y
mercados, a un padre por su familia, a un muchacho
por la escuela y por los juegos.
Experto en el arte de acomodarse a todos los
temperamentos y de colocarse a nivel de todas las
capacidades, tenía conversación hasta con los
bebés y se diría que balbuceaba con ellos,
mientras en las discusiones poco interesantes,
permitía que el hombre de mediana cultura se
creyese a su altura en la ciencia y en el manejo
de los negocios.
Al ritmo de las audiencias se desenvolvía el
despacho de la correspondencia. Mas para leer los
fajos de cartas que le llegaban a cada hora, para
no ser molestado, después de comer se retiraba a
la Residencia Sacerdotal, o a un café próximo al
Santuario de Nuestra Señora de la Consolación. De
allí no se movía hasta no haber apostillado
((**It7.33**))
aquellas cartas. De regreso a casa se vio
obligado, durante casi veinte años, a pasar la
mitad de las noches contestando. Aquel trabajo
exigía con frecuencia una gran atención, por los
consejos que debía dar, o por las cuestiones a
resolver. Mas siempre estaba inspirado por una
gran prudencia su modo de contestar a las
preguntas que le formulaban por escrito personas
desconocidas. Cuando por sus explicaciones no
podía hacerse una idea clara de la cuestión, o el
asunto era extremadamente delicado, respondía que
se dirigiesen al propio párroco, al director
espiritual, a otro sacerdote o a un seglar
instruido y perito en tales materias y que se
atuviesen a su parecer.
Pero las cartas, lo mismo que las visitas,
prestábanle ocasión para ejercitar la paciencia y
la humildad. Acostumbraba a decir que una
respuesta dulce a las cartas airadas y ofensivas,
con la manifestación de aprecio, escrita
inmediatamente, consigue siempre una victoria
segura y cambia los enemigos en amigos. Responsio
mollis frangit iram (una respuesta suave calma el
furor), así dicen los Proverbios (1). El había
hecho cien veces la prueba.
Acaeció hacia el año 1863 que un nobilísimo
señor, conocido por él tan sólo por la fama, le
escribió una carta para un negocio de cierto
interés. Como don Bosco estuviera ocupado entonces
con una complicadísima correspondencia que
despachar y, como no se tratara de ningún secreto,
encargó a uno de sus sacerdotes contestarle. Aquel
caballero, que tenía un gran aprecio de sí mismo y
del respeto que se le debía, al recibir aquella
carta, se indignó más de cuanto se puede imaginar
y, tomando la pluma, volvió a escribir con mil
insolencias: -Que don Bosco no debía ignorar quién
le había escrito
1 Prov. XV, 1.(**Es7.40**))
<Anterior: 7. 39><Siguiente: 7. 41>