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oyó aquello, manifestó su estupor y desaprobación,
diciendo:
-Cómo? Y no sabe todavía que desde 1859
Lombardía está separada de la comarca de Venecia y
pertenece al reino de Italia? Tan poco le importa
conocer las glorias de la patria común?
Le explicó enseguida el maestro que aquello
había sido un error involuntario, hijo de la mala
costumbre más que de la ignorancia y el Inspector
mostró creerlo; pero, luego, a falta de otras
cosas, no dejó de anotar este caso inocentísimo en
su informe y así agraviar al Oratorio ante el
Ministerio.
Pero una cosa, tal vez contra su voluntad,
llamó poderosamente su atención y fue el silencio,
la disciplina, el orden que reinaba en todas las
clases. Sobre todo el tercer curso, que tenía
((**It7.447**)) ciento
veinticuatro alumnos, le. convenció de que aquella
disciplina no era algo pasajero y ficticio, sino
sólido y real. Terminada la visita, quiso el
maestro, por cortesía, acompañarlo a otra aula, y
el inspector intentó disuadirle diciendo que la
ausencia de la clase, aunque fuera sólo
momentánea, daría ocasión a tantos picaruelos para
alborotar y romper el orden.
-No tema, señor, repuso el maestro; estoy
seguro de que ninguno abrirá el pico ni se moverá
del sitio.
-Esto me parece imposible, replicó el
Inspector; es imposible que
ciento treinta estudiantes guarden silencio en
ausencia del maestro.
Permitió no obstante que le acompañara un
trecho y dijo:
-Volvamos atrás, y veamos si guardan el
silencio que usted dice.
Y así diciendo, se acercó de puntillas a la
puerta de la clase, escuchó, espió por el ojo de
la cerradura y comprobó que, en efecto, todos los
alumnos permanecían quietos y en silencio como si
el profesor estuviese sentado en la cátedra. Ante
aquella realidad se alejó, repitiendo:
-íJamás lo hubiese creído, jamás lo hubiese
creído! íEsto es maravilloso y honra a usted y a
sus alumnos!
Era profesor el clérigo Celestino Durando.
Lo que resultaba maravilloso para el Inspector
gubernativo era algo natural y corriente para los
de la casa, en todas las clases, puesto que los
alumnos del Oratorio aprendían a hacer el bien y
huir del mal, no por respeto al hombre, sino por
respeto a Dios; no por el premio o castigo del
maestro o del superior, sino por deber de
conciencia.
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