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una gracia duradera y le obtuvo de la Curia el
permiso para reanudar los estudios teológicos. Por
consiguiente, a pesar de la antedicha respuesta
negativa del Provicario, previendo el éxito que
tendría en el campo evangélico este buen clérigo,
tanto se empeñó que, al fin, le vio ordenado
sacerdote. Y resultó un buen sacerdote piadoso y
docto. Fue, primero, párroco en Candiolo. León
XIII quería nombrarlo Obispo, pero admitió las
razones aducidas por Leggero para ser dispensado
de aquel honor con demasiada responsabilidad.
Finalmente en 1887, fue nombrado canónigo párroco
de la catedral de Turín y ocupó un sitial del
coro, con el mismo canónigo Vogliotti. Nos
atestigua el canónigo Anfossi:
-Yo mismo fui testigo de este hecho, que me fue
confirmado por el reverendísimo Leggero, quien
reconocía que su curación había sido un auténtico
milagro del siervo de Dios, y añadía: <<íDon Bosco
fue para mí un segundo padre!>>
En estos días sumaba don Bosco a las pruebas de
su bondad las de su prudencia y justicia. No
toleraba las faltas de respeto a quien estaba
revestido de autoridad. Sucedió, pues, que un
asistente, que no era bien visto por los
muchachos, fue despreciado por algunos de éstos,
e, irritado, levantó la mano. Aquella violencia
suscitó una gran agitación en la comunidad, no
acostumbrada a tales reprensiones. Entre los
muchachos había aquella noche viva curiosidad por
lo que diría don Bosco, ((**It7.409**)) el
cual, después de haber amonestado en privado al
asistente, subió a la pequeña cátedra.
Con la faz muy seria comenzó a decir que ya
sabían todos el disgusto que le causaba, no sólo
saber que un muchacho hubiese recibido un golpe,
sino también que fuese reprendido con excesiva
severidad. El prohibía absolutamente semejantes
formas. Luego pasó a explicar que ciertas faltas
de respeto y ciertas burlas habían irritado a un
pobre clérigo, al que no podía exigírsele, aunque
se hubiese equivocado, soportar lo que era fruto
de una virtud casi heroica. Por otro lado, los
actos y las palabras de un alumno debían juzgarse
como una auténtica insubordinación, que, en otras
circunstancias, no hubiera podido quedar sin
castigo. Sin embargo, que era mejor remediar
pacíficamente aquel desorden. Y así, por una parte
no se empleen jamás villanías ni por la otra
violencias.
Al llegar a este punto, suspendió el discurso,
se serenó su semblante y, con amable sonrisa,
continuó:
-Querría, por el afecto que os tengo a todos,
hacer lo imposible... Me duele la zurra que habéis
recibido... pero no os la puedo quitar.
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