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mismo en el estudio que en la piedad, y, sin
embargo, don Bosco me vio en aquel estado.
Llegaron las vacaciones de 1863. Marché para
descansar, por mi maltrecha salud y no regresé más
al Oratorio. Tenía trece años cumplidos. Al año
siguiente mi padre me puso a aprender el oficio de
zapatero. Dos años después (1866) me trasladé a
Francia, para perfeccionarme en mi profesión. Allí
me contré con gente sectaria y poco a poco
abandoné la iglesia y las prácticas religiosas,
comencé a leer libros escépticos y llegué al
extremo de aborrecer la santa Iglesia Católica,
Apostólica, Romana, como la más dañosa de las
religiones. Dos años más tarde regresé a la patria
y seguí lo mismo, leyendo siempre libros impíos y
alejándome cada vez más de la verdadera Iglesia.
Con todo, durante este tiempo nunca dejé de
pedir a Dios Padre, en nombre de Jesucristo, que
me iluminase y diese a conocer la verdadera
religión.
Durante estas circunstancias, al menos trece
años, realizaba todo esfuerzo para levantarme,
pero estaba herido, era presa del elefante, no me
podía mover.
A fines del año 1878 se dio una misión en una
parroquia. Asistían muchos a las instrucciones y
también yo empecé a ir, para oír a aquellos
famosos oradores.
Escuché cosas hermosas, verdades irrefutables,
y finalmente la última plática, que trataba
precisamente del Santísimo Sacramento, el último y
principal punto que me quedaba en duda (pues yo no
creía ya en la presencia ((**It7.363**)) de
Jesucristo en el Santísimo Sacramento, ni real ni
espiritual). Supo el predicador explicar tan
maravillosamente la verdad, confutar los errores y
convencerme, que yo, tocado por la gracia del
Señor, decidí confesarme y retornar bajo el manto
de la Virgen María.
Desde entonces no dejo de agradecer a Dios y a la
bienaventurada Virgen el favor recibido.
Advierto que, para afirmación de la visión,
supe después que aquel predicador misionero era
compañero mío del Oratorio de don Bosco.
Turín, 25 de febrero, 1891.
DOMlNGO N....
PS. Si V.R. cree conveniente publicar esta mi
carta, le otorgo plena facultad hasta para
retocarla, a condición de que no se cambie el
sentido, porque es la pura verdad. Respetuosamente
beso su mano, amado padre Rúa, entendiendo que, al
hacerlo, beso la de nuestro querido don Bosco.
Mediante este sueño don Bosco ciertamente
recibió también luz para poder juzgar las
vocaciones al estado religioso o eclesiástico, las
aptitudes de unos y de otros para realizar el
bien. Había visto a aquellos valientes que
combatían al elefante y a sus partidarios para
salvar a los compañeros, curarles las heridas y
llevarlos bajo el manto de la Virgen. El, por
tanto, continuaba aceptando las peticiones de los
que entre éstos, deseaban formar parte de la Pía
Sociedad, o admitiendo, a los que ya eran
novicios, a pronunciar los votos trienales. Será
su eterno título honorífico el haber sido elegidos
por don Bosco. Algunos de ellos no pronunciaron
los votos o, cumplida la promesa trienal, salieron
del Oratorio; pero es una realidad que
perseveraron casi todos en su misión de salvar e
instruir a la juventud
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