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Hacia las ocho y media subía don Bosco de la
iglesia a su habitación. La antigua estancia
servía de antesala; y de ésta se pasaba a una
segunda, de igual dimensión, con una ventana al
mediodía, otra a levante, una pobre cama en un
rincón y unos pobres muebles.
El secretario tomaba las debidas anotaciones, a
fin de observar el orden de entrada y para que un
visitante no se adelantara a otro.
Don Bosco, siempre franco y leal, sin adular a
nadie, ni buscar los elogios de los hombres,
recibía a cada visitante con gran respeto, como si
todos fueran grandes señores y él tuviese
necesidad de todos;
no hacía distinción entre un rico que le hubiera
entregado una generosa limosna y una pobre viuda o
una aldeanita que le daba unas monedas, fruto de
sacrificios. Además, en sus palabras
transparentaba una humildad acompañada de modales
tan dulces y suaves que lo hacían encantador ante
los ángeles y los hombres. Se interesaba por
cuanto le exponían y parecía no pensar en otra
cosa en aquel instante. Escuchaba con mucha
atención sin jamás interrumpir; si alguno le
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cortaba, él callaba al momento. Mientras el
interlocutor no terminase, aguardaba en silencio;
y sólo cuando había acabado, proseguía el hilo de
su discurso con una presencia de espíritu
admirable.
<>Trataba con cada uno como si durante aquella
mañana no hubiera de oír o contentar a ningún
otro. Con san Francisco de Sales tenía por máxima
que la precipitación suele estropear todas las
obras. No era nunca el primero en acabar el
coloquio; no mostraba jamás ganas de abreviarlo;
antes bien, queriendo despedirse el interlocutor,
por miedo a ser importuno, don Bosco le invitaba
amablemente
1 Discurso leído en la conmemoración de don Bosco
del 24 de junio de 1903.(**Es7.28**))
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