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-Así que ustedes vienen de Turín...
-Sí, señor.
-Tal vez conozcan a un tal don Juan Bosco?
-Un poquito, respondió don Bosco, mientras don
Angel Savio, que estaba molesto por tan mezquina
acogida, empezaba a sonreír a flor de labios y
miraba al siervo de Dios.
Aquel sacerdote, que no se había dado cuenta de
nada, porque la pantalla de la luz proyectaba su
sombra sobre la cara de don Angel continuó:
-Nunca me he encontrado yo con don Bosco; pero
ahora estoy en circunstancias tales que debo
pedirle un favor. Es fácil para prestar un
servicio a quien se dirige a él?
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-Siempre que puede, respondió don Bosco, le gusta
ser útil a los demás.
-Yo había pensado escribirle mañana una carta.
-Puede ahorrarse el trabajo de escribirla, se
atrevió a decir don Angel Savio. Diga a este
sacerdote qué es lo que desea pedir a don Bosco.
-Entonces usted es muy amigo de don Bosco?
-Bastante, respondió don Bosco sonriendo.
-íPero si es don Bosco en persona! replicó don
Angel Savio, que no podía contener la risa.
-Usted es don Bosco?, exclamó el capellán
maravillado, ruborizándose de vergüenza -íDon
Bosco! Si me lo hubiera dicho apenas entró en
casa... Perdóneme si no le he tratado bien... Su
llegada fue tan imprevista e inesperada... Deje
ese queso. Me acuerdo ahora de que tengo guardado
algo del mediodía... Déjeme hacer a mi.
Y corrió hacia la alacena, sacó medio pollo
asado, mandó a la sirvienta preparar unos huevos
estrellados y cubrió la mesa con un mantel.
Don Bosco sonreía graciosamente y don Angel
Savio gozaba contemplando con qué afán preparaba
todo aquello su huésped.
Terminóse la cena, llegó la hora de acostarse y
el capellán encontró un colchón, que colocó sobre
unas sillas, y preparó un sofá para cama.
Don Bosco con su amabilidad había borrado en la
mente de aquel sacerdote toda preocupación; le
preguntó qué deseaba de él y se mostró totalmente
dispuesto a favorecerle. Se trataba de internar a
un muchacho en el Oratorio y se lo aceptó. Pero él
no perdía la ocasión de dar un aviso, cuando lo
creía necesario para bien de los
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