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El domingo 12 de octubre, se celebró en la
parroquia la fiesta del Sagrado Corazón de María.
Don Bosco y otros sacerdotes estuvieron confesando
durante cuatro largas horas. Hubo comunión
general. A las diez, misa cantada por un sacerdote
del Oratorio, servido por diez monaguillos del
clero infantil. Don Juan Cagliero dirigió el coro.
Después de vísperas, predicó don Bosco en
piamontés. La iglesia, de una sola nave amplia y
majestuosa, estaba abarrotada de fieles. Don Bosco
narró la historia de la Archicofradía del Sagrado
Corazón de María para la conversión de los
pecadores, e hizo observaciones tan eficaces sobre
este tema que el auditorio quedó profundamente
conmovido.
El párroco don José Goria, que asistía
revestido de muceta, estaba atentísimo sobre
manera y no apartaba sus ojos, arrasados en
lágrimas, del predicador, que habló durante más de
una hora sin que a nadie le pareciera largo. Al
terminar el sermón, bajó don Bosco del púlpito,
entró el párroco en la sacristía atestada de
gente, se presentó ante él llorando y le besó la
mano, agradeciéndole el bien que había hecho a sus
feligreses y particularmente a su alma.
Después del sermón se cantaron las letanías, se
impartió la bendición, y luego hubo teatro, fuegos
artificiales y suelta de globos aerostáticos.
Un hecho aún más memorable sucedía aquella
misma noche. Un buen número de muchachos rodeaba a
don Bosco; estaban entre ellos José Buzzetti y el
estudiante Modesto Davico. Cuando he aquí que don
Bosco, después de un momento de ensimismamiento,
dijo:
-Pongámonos de rodilllas y recitemos una
Avemaría y un De profundis por aquél de vuestros
compañeros que morirá esta noche.
íEs fácil imaginar el estupor de los muchachos!
Pusiéronse de rodillas ((**It7.284**)) y
recitaron aquellas oraciones. Davico se levantó y
dijo a don Bosco:
-íCaramba! Esta si que es buena. Nos trae de
paseo y nos dice que tenemos que morir...
Y don Bosco dirigiéndose a todos ellos,
replicó:
-Davico tiene miedo, eh? Teme que le toque a
él.
-Yo no tento miedo; pero, claro está, no son
noticias como para ponerse a cantar.
-Tranquilos; ninguno de vosotros está destinado
a morir. El que tiene que morir está ahora en el
Oratorio sano y satisfecho, corriendo por el patio
con los demás compañeros y no sabe que, antes de
que amanezca, deberá presentarse ante el tribunal
de Dios.
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