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y mejoraron su conducta. Descenciendo a los
detalles, merece señalarse cómo algunos de
nuestros muchachos corrieron peligro a causa de
los malos libros, que se van difundiendo por
doquier y que también han llegado a sus manos.
Ellos se entregaban incautamente a su lectura
pero, descubiertos tales libros por los socios,
fueron retirados enseguida y arrojados al fuego;
mientras tanto se pensó en proveerles, por otro
lado, de alguna buena lectura.
Viendo después cómo a veces se quedaban en duda
sobre el número de puntos a distribuir entre los
clientes, entre las deliberaciones que se tomaron
en las conferencias, una fue la de encargar
exclusivamente a los socios el cuidado de
catequizarlos y asistirlos en la iglesia, con el
fin de asegurarse de su asistencia y buena
conducta. Entonces se descubrió, precisamente
durante la catequesis, la profunda ignorancia en
que se hallaba un cliente, no sólo respecto a las
verdades de la religión, sino también en las cosas
que más comúnmente se saben, es decir, en lo
referente a las oraciones de la mañana y de la
noche. A uno de ellos se le preguntó si su madre
no le enseñaba las oraciones y él con toda
sencillez contestó que su madre no tenía tiempo.
Con esto no quedó contento su protector, el cual,
cuando fue a visitarle a su casa el domingo, se
informó si de verdad la ((**It7.14**)) madre no
podía hacerlo; y por sus palabras ciertamente
parecía imposible que hallara un retazo de tiempo
para enseñarle a rezar. El protector habría
deseado enseñarle él mismo las oraciones, pero
tampoco podía tenerlo a su lado durante la semana,
para ello. Recurrió entonces a otro expediente;
miró a ver si, por casualidad, en el lugar donde
el muchacho trabajaba, hubiese alguna persona
caritativa, que quisiera encargarse de hacérselas
repetir cada día, palabra por palabra. Y se
encontró precisamente una buena vieja que se
prestó a ello. Pero, qué pasó? Cuando la madre
supo que otra mujer ejercía en favor de su hijo
este oficio tan importante para una madre, se picó
en su pundonor y dijo:
-Cómo? Yo que me preocupo todo el día del
cuerpo de mis hijitos, no voy a pensar en su alma?
Al fin y al cabo es a mí a quien el Señor pedirá
cuentas de la educación de mis hijos.
Estimulada por tales pensamientos, fue a
visitar a la buena vieja, agradecióle la caridad
empleada con su hijo y, desde entonces,
levantándose un poco antes de la cama por las
mañanas y acostándose algún minuto más tarde por
la noche, se puso ella misma a enseñar a su hijo
las oraciones; y al cabo de un mes consiguió que
las aprendiera.
Ocurrió también otro hecho que nos edificó
mucho y nos hizo ver cómo gozan los padres de los
clientes cuando ven que los socios de la
Conferencia se cuidan de sus hijitos. Durante el
año pasado sucedió que en la capilla del Oratorio
se prendió fuego el altar de la Virgen, a una hora
en que casi nadie se encontraba en el Oratorio.
Por suerte, un socio de la Conferencia, deseoso de
pasar en el Oratorio el mayor tiempo que le fuera
posible, ya había ido. Fue, pues, el primero en
ver salir humo por el tejado, sospechó enseguida
qué pudiera ser, acudió con otras personas y pudo
apagarlo a tiempo de impedir mayores perjuicios.
No obstante, se calculó que el daño producido
sobrepasaba las treinta liras, y éstas eran
ciertamente para nuestro Oratorio una gran
cantidad. Con todo se contó el caso acaecido en la
predicación, durante dos domingos consecutivos, y
se pidió limosna para el altarcito. Cada cual
ofreció lo que su generosidad le sugería y su
bolsa le permitía. Pero, unas semanas después, se
presentó en el Oratorio la madre de uno de los
asistidos preguntando por el Director y fue
conducida a él. Rebuscó por sus bolsillos, sacó un
escudo y, emocionada por la alegría, se lo
presentó como limosna para el altarcito. Aquel
escudo(**Es7.24**))
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