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Informado, sin embargo, de que no era posible
alcanzar aquel hospedaje, por razones que
ignoramos, hubo de cambiar de plan. Así, pues, el
25 de septiembre salía del Oratorio un grupito con
algún clérigo y algún sacerdote hacia I Becchi,
para empezar la novena del Santo Rosario. El
grueso de la comitiva llegaría la víspera de la
fiesta.
Esta excursión era un medio elegido por don
Bosco para premiar a los mejores de sus alumnos;
para ejercitar en la virtud de la obediencia y de
la mortificación a los que debía dejar en el
Oratorio y para dar un merecido castigo a quien no
había tenido buena conducta durante el año.
Entre los que acostumbraban a acompañar a don
Bosco había uno, trabajador incansable e
industrioso, mecánico, cocinero, barbero, y que
había aprendido los elementos de varios oficios
para atender las necesidades del Oratorio.
Resultaba un verdadero factótum para los paseos
porque era cantor, músico, cómico, preparador de
las mesas, bienquisto por todos los compañeros y
bien recibido doquiera se presentara. Pero, tanta
habilidad estaba oscurecida por grandes defectos,
que don Bosco no podía dejar impunes, como el
mismo joven nos confesó por escrito.
Estábamos a primeros de junio de 1862, cuando
don Bosco me llamó un día y me dijo:
-Mi querido Pedro, no estoy contento de ti: he
oído muchas quejas sobre tu comportamiento.
((**It7.274**)) Ya me
había avisado varias otras veces y, aunque yo
sufría mucho al oír aquellas correcciones, siempre
me había contenido y guardado silencio. Pero aquel
día no sé qué me pasó por la cabeza y, en vez de
responderle que en adelante me portaría de forma
que no le causase ningún disgusto, me enojé de un
modo vulgar y estallé.
-Bueno, pero usted no sabe que estoy harto de
verme siempre vigilado y de oír tantas riñas?
Estoy arrepentido de haber aprendido a hacer
tantos oficios para servir al Oratorio.
Cualquier otro Superior, al oír tales
insolencias me habría abofeteado y echado de casa;
pero don Bosco, que amaba mi alma, se contentó con
decirme:
-íPues desaprende los oficios aprendidos!
Y se retiró a su habitación, dejándome que
pensara sus palabras. Apenas se alejó, la mar de
apurado, me dije:
-íPero qué es lo que yo he hecho! íInfeliz de
mí! íResponder de ese
modo a un padre tan bueno!
Aquel día tuvo que salir don Bosco de Turín
para recoger limosnas y despachar billetes de la
Tómbola, por lo que estuvo fuera algún tiempo.
Cuando volvió, salimos a su encuentro y él sonreía
y saludaba a todos. Tomé su mano para besarla,
pero él aparentó no verme, y dirigiéndose a otro
le dijo una palabra amable. Al darme cuenta de que
no se fijaba en mí, me persuadí de que no era
digno de aquella gracia y de su amor; me fui a mi
habitación y me estuve llorando todo el día.
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