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También don Bosco, afirmó don Miguel Rúa, hablaba
con viva admiración de la virtud, de la austeridad
y de la unción de las pláticas del canónigo, y
creyéndose él muy lejos de la perfección de aquel
siervo de Dios. Sin embargo, sus sermones eran
escuchados con entusiasmo por la multitud que
llenaba la iglesia.
Pero, al mismo tiempo que don Bosco bendecía en
Montemagno el cuadro del Sagrado Corazón de María,
un horrendo suceso afligía a la ciudad de Turín el
8 de septiembre. Una inmensa muchedumbre de fieles
abría, desde la catedral, el desfile de la
procesión que, según prescripción del Estado, se
hacía anualmente en esta fecha para conmemorar la
liberación de Turín del asedio francés en 1706.
Improvisamente un hombre se abalanzó sobre el
trono, donde estaba la estatua de María Santísima
con el Niño en brazos, que se debía llevar
procesionalmente. Sacó de debajo de la ropa una
pequeña hacha y empezó a golper furiosamente la
imagen de la Virgen María con el Niño, en cobre
plateado. La cabeza y un brazo del Niño cayeron
por tierra. Resulta imposible describir los
gritos, los sollozos, la confusión, el alboroto
que se armó en el amplio templo. Acudió un guardia
y de un culatazo derribó por tierra a aquel
infeliz, que continuaba golpeando la estatua.
Derramando sangre, maniatado y defendido por los
guardias, ya que el pueblo se agolpaba contra él
para despedazarlo, gritaba:
-Me han obligado a hacerlo, me han pagado para
ello.
Aunque el preso no había estado nunca loco, la
Autoridad pública, que necesitaba ocultar las
perfidias de cierto partido al que temía, hizo que
se le declarase tal y lo encerró inmediatamente en
el manicomio.
Celebróse un triduo solemne expiatorio por la
profanación, primero en la catedral y después en
el Santuario de Nuestra Señora de la Consolación.
Don Bosco participó en éste a su regreso de
Montemagno.
((**It7.249**)) Los
alumnos del Oratorio le habían esperado y don
Bosco era feliz teniéndolos a su lado. Anota
Bonetti en su Crónica:
<<13 de septiembre. Cuando se está al aldo de
don Bosco siempre se aprende algo; una sola
palabra de su conversación reporta grandes
estímulos para correr por la senda de la virtud.
Un día, después de comer, nos encontrábamos
reunidos a su alrededor con ansias de oír alguna
de sus magistrales enseñanzas. La conversación
recayó sobre la manera de hacernos santos y
observábamos cómo todos los auténticos siervos de
Dios amaban y practicaban la penitencia, como lo
hacía nuestro Domingo Savio.
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