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La tarde del 15 del corriente mes de julio,
algo delicado de salud, tomé el coche de San
Ignacio. Hasta Caselle pude disfrutar del sol, que
me proporcionaba baños de calor gratuitamente ya
que viajaba en el pescante del ómnibus. Desde
Caselle a San Mauricio me acompañó el viento,
primero fresco, luego frío, después borrascoso y
finalmente con truenos, relámpagos y lluvia. Desde
San Mauricio a Cirié la lluvia, mezclada con
granizo, resultó solamente una broma. Pero, desde
Cirié a Lanzo, que son cinco millas, llovió
torrencialmente; el granizo, los truenos y un
viento friísimo no dejaban respirar. Los caballos
a duras penas arrastraban el carruaje a paso
lento. Yo seguía siempre en el pescante, sin saber
cómo apañarme. Conmigo viajaban otros más.
Llevaban abiertos dos paraguas que amparaban a los
que los tenían en la mano; pero yo, que me
encontraba en medio del asiento, no tenía más
ventaja que la de recibir sobre mis espaldas el
goteo o mejor la lluvia de los dos paraguas, de
manera que llegué a Lanzo helado de frío y
totalmente calado.
Hubierais visto, queridos jóvenes, a don Bosco
bajar del coche hecho una sopa, igual que esas
grandes ratas que a menudo veis salir del arroyo
de detrás del patio. De haber estado don Juan
Bautista Francesia hubiera hallado un bonito tema
para hacer algunas rimas sobre un personaje
chorreando agua.
((**It7.226**)) Debía
estar en Lanzo a las siete y no llegué hasta las
ocho cuarenta y cinco, de modo que, no pudiendo
proseguir el viaje a San Ignacio, pregunté en el
despacho de coches si habría un rincón donde
cambiarme de ropa. Me contestaron que no había más
que la oficina. Entonces ordené que me llevaran la
bolsa a la parroquia y allí me dirigí. Yo llegué,
pero la bolsa no llegaba; entonces el párroco (V.
Albert), lleno de bondad y generosidad, me
suministró cuanto necesitaba, mas como no tenía
una sotana a mi medida, me puse una especie de
frac con el que parecía un Abad de profesión. En
cuanto me sequé, me conforté con una buena sopa y
me fui a acostar, pues sentía suma necesidad.
Entre el viaje, el cansancio, la inflamación de la
nariz y el dolor de cabeza no pude dormir, pese a
que, en verdad, tenía una buena cama, buena
habitación y que estaba bien arropado.
A las siete de la mañana me levanté. Me
buscaron un borriquillo, que pronto se puso a mis
órdenes y le conduje por mi camino hasta San
Ignacio, a donde se llega después de tres millas
por un atajo de la montaña. El miércoles, el
jueves y el viernes los pasé muy mal; pero por la
tarde de este día mi hinchazón comenzó a supurar y
logré descansar un poco. El sábado me hallé mucho
mejor y la Santísima Virgen me auxilió de tal
manera, que el domingo volví a ser el don Bosco de
siempre, sin dolencias de importancia.
Hasta ahora he hablado de mí; ya es hora de que
hable de vosotros. Comencemos por Bernardo
Casalegno, nuestro querido amigo. Tras muchas
angustias, después de haber recibido los santos
sacramentos de manera verdaderamente ejemplar, sin
dejarse espantar por la muerte, lleno de confianza
en la protección de la bienaventurada Virgen
María, cesaba de vivir el viernes 18 del
corriente. Se preparaba hace mucho tiempo a este
paso y la serenidad de su rostro, la sonrisa
dibujada en los últimos instantes, su vida, su
preparación para el paraíso, nos dan fundamento
para esperar que ha ido a encontrar a Domingo
Savio en el cielo. Su cadáver era conducido el
sábado a la sepultura. En Chieri se rezó por él;
ayer hicisteis vosotros otro tanto en el Oratorio
y yo he ofrecido el primer día de este mes todo el
bien que se hace en esta casa por el eterno
descanso de este compañero nuestro que el Señor
quiso llevarse consigo. Requiescat in pace. Dios
nos ayude a que también nosotros tengamos una
buena muerte.
He ido varias veces a visitar el Oratorio y he
encontrado de todo: bueno y malo.
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