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El comandante supremo de la nave mayor, que es
el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los
enemigos y la situación apurada en que se
encuentran sus leales, piensa en convocar a su
alrededor a los pilotos de las naves subalternas
para celebrar consejo y decidir la conducta a
seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitana
y se congregan alrededor del Papa. Celebran
consejo; pero al comprobar que el viento arrecia
cada vez más y que la tempestad es cada vez más
violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando
de sus naves respectivas.
Restablecida por un momento la calma, el Papa
reúne por segunda vez a los pilotos, mientras la
nave capitana continúa su curso; pero la borrasca
se torna nuevamente espantosa.
El Pontífice empuña el timón y todos sus
esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia
el espacio existente entre aquellas dos columnas,
de cuya parte superior penden numerosas áncoras y
gruesas argollas unidas a robustas cadenas.
Las naves enemigas dispónense todas a
asaltarla, haciendo lo posible por detener su
marcha y por hundirla. Unas con los escritos,
otras con los libros, con materiales incendiarios
de los que cuentan gran abundancia, materiales que
intentan arrojar a bordo; otras con los cañones,
con los fusiles, con los espolones: el combate se
torna cada vez más encarnizado. Las proas enemigas
chocan contra ella violentamente, pero sus
esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano
reanudan el ataque y gastan energías y municiones:
la gigantesca nave prosigue segura y serena su
camino.
A veces sucede que, por efecto de las
acometidas de que se le hace objeto, muestra en
sus flancos una larga y profunda hendidura; pero,
apenas producido el daño, sopla un viento suave de
las dos columnas y las vías de agua se cierran y
las brechas desaparecen.
Disparan entre tanto los cañones de los
asaltantes, y, al hacerlo, revientan, se rompen
los fusiles, lo mismo que las demás armas y
espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el
mar. Entonces, los enemigos, llenos de furor,
comienzan a luchar empleando el arma corta, las
manos, los puños, las injurias, las blasfemias,
maldiciones, y así continúa el combate.
Cuando he aquí que el Papa cae herido
gravemente. Inmediatamente los que le acompañan
acuden a ayudarle y le sujetan. El Pontífice es
herido por segunda vez, cae nuevamente y muere. Un
grito de victoria y de alegría resuena entre los
enemigos; sobre las cubiertas de sus naves reina
un júbilo indecible. Pero apenas muerto el
Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los
pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente de
suerte que la ((**It7.171**)) noticia
de la muerte del Papa llega con la de la elección
de su sucesor. Los enemigos comienzan a
desanimarse.
El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos
los obstáculos, guía la nave hacia las dos
columnas, y, al llegar al espacio comprendido
entre ambas, las amarra con una cadena que pende
de la proa a una áncora de la columna de la
Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la
sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada
de la columna que sirve de pedestal a la Virgen
Inmaculada.
Entonces se produce una gran confusión. Todas
las naves que hasta aquel momento habían luchado
contra la embarcación capitaneada por el Papa, se
dan a la fuga, se dispersan, chocan entre sí y se
destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran
hundir a las demás. Otras navecillas, que han
combatido valerosamente a las órdenes del Papa,
son las primeras en llegar a las columnas donde
quedan amarradas.
Otras naves, que por miedo al combate se habían
retirado y se encuentran muy distantes, continúan
observando prudentemente los acontecimientos,
hasta
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