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los preciosos compendios de las charlas de nuestro
querido padre, comenzando por algunas que dio en
el mes de diciembre, en seis noches distintas. Y
como el manuscrito original no precisa la fecha,
las distinguiremos con números romanos.
I
Napoleón Bonaparte, aunque enemigo del Papa,
soberbio e inmensamente ambicioso, tenía, sin
embargo, fe y, confinado en Santa Elena, hablaba
de Dios y discurría de tal modo que todos quedaban
encantados.
En cierta ocasión le dijo uno de sus generales:
-Habláis de Dios como si lo estuvierais viendo;
yo, en cambio, no puedo convencerme de que Dios
exista.
Napoleón, al oír estas palabras, replicó:
-íTomad un compás y medid el cielo!
-No es posible, contestó el general.
-Pues bien, concluyó el Emperador; negad
entonces que el cielo existe.
En esta ocasión, dándose cuenta de que otro de
sus generales sabía poco de religión, comenzó a
hablarle de este tema, y terminó diciendo:
-Habéis comprendido?
-Muy poco, respondió el otro.
-No habéis comprendido? íQué poco talento
tenéis! Me equivoqué al haceros general.
((**It6.99**)) Napoleón
tenía un gran talento y algunas de las páginas que
escribió pudieron colocarse al lado de las que
escribieron los Santos Padres. Al fin de su vida
se convirtió y murió como un buen cristiano. Pero
sabéis por qué? De jovencito había estudiado bien
el catecismo y había hecho bien la primera
comunión.
II
Vivían en Atenas dos estudiantes; llamábase el
uno Gregorio y el otro Basilio. Los dos compañeros
se amaban tiernamente y el fin de su amistad era
edificarse el uno al otro y adelantar cada vez más
en la virtud. Era delicioso ver su comportamiento
en la iglesia, oír cómo cantaban las alabanzas del
Señor, cómo rezaban, admirar sus progresos en las
ciencias. Vivía con ellos otro compañero, Juliano.
Su cara delataba la maldad, su mirada revelaba una
perversidad precoz, asomaba a los labios una
sonrisa maligna. Los dos buenos amigos, se dieron
cuenta de que aquel joven era un compañero malo y
huían de él constantemente, a pesar de que trataba
de acercarse a ellos. Juliano se burlaba de ellos
siempre que los veía ir a confesarse, comulgar y
hacer otras prácticas de piedad. Le decía un día
Gregorio a Basilio:
-íAy de la Iglesia, si éste subiera un día al
trono de los Césares! Sería el más terrible
perseguidor de los cristianos.
Juliano era sobrino del emperador Constancio. Y
la ocurrencia fue realidad. Juliano llegó a
emperador, fue llamado el apóstata y se convirtió
en feroz enemigo de Jesucristo. Pero no escapó al
enojo del Señor, pues, a los pocos años de
gobierno, pereció en una batalla, blasfemando del
nombre de Aquél a quien no había querido confesar
como Dios. Gregorio y Basilio, por el contrario,
fueron creciendo en virtud a medida que avanzaban
en edad y llegaron a ser dos grandes lumbreras de
la religión. Los dos son venerados ahora en los
altares, y los dos son doctores de la
Iglesia.(**Es6.84**))
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