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((**Es6.82**) Rezábamos todos en alta voz con don Bosco, en medio de nosotros, arrodillado sobre el pavimento de piedra, en el locutorio, o en el pórtico. íQué encantador y santamente modesto estaba don Bosco en aquellos momentos! Acabada la oración, suavemente ayudado por nosotros, subía a una pequeña tribuna y, al verle comparecer en alto, con aquella su mirada paternalmente amable y sonriente que giraba sobre nosotros, percibíase en toda aquella gran familia una sensación, una voz, un suave murmullo, un hondo respiro de satisfacción y alegría. Después, con religioso silencio, se clavaban los ojos de todos en él>>. En aquel momento algunos alumnos le presentaban los objetos perdidos y encontrados, que se anunciaban y devolvían a sus dueños. Luego comenzaba a hablar. Su semblante decía claramente: cuanto yo hago, no es más que un medio para lograr vuestra eterna salvación, y los trabajos y dificultades que aguanto son para vuestras almas. A mí, que soy vuestro padre, escuchadme, hijos, y obrad así para salvaros.1 Y don Bosco daba ((**It6.96**)) avisos para el día siguiente, recomendaba alguna obra de piedad, recordaba algún bienhechor difunto, explicaba brevemente algún punto del catecismo. Aprovechaba todas las ocasiones para recomendar a los alumnos la frecuencia de los santos sacramentos, pero dejando a todos en plena libertad; los invitaba, sin embargo, con tanta suavidad, los inflamaba con tanto ardor, que conseguía lo que deseaba; promovía, con fervor sin igual, la visita al Santísimo Sacramento, arrobaba hablando de la bondad, providencia y misericoria de Dios; aludía a la pasión de Jesucristo, y entonces se le veía a veces entusiasmarse y otras conmoverse hasta el punto de quedar ahogada su voz. Era de una variedad sorprendente, de suerte que su palabra nunca causaba tedio o disgusto. Había recogido un tesoro inagotable de hechos y sentencias de la sagrada Biblia, de la Historia Eclesiástica y de muchísimas historias profanas de pueblos antiguos y modernos; de las vidas de los santos, de los filósofos, de los artistas célebres; de las obras del Magister sententiarum, Juan Gersón, célebre canciller de la universidad de París; de los Bolandistas, y de muchísimos otros autores y sabía exponerlas admirablemente cuando venían a cuento para su tema. Contaba también acontecimientos contemporáneos privados y públicos, acompañándolos con una reflexión adaptada a la necesidad y amaestramiento de los muchachos. 1 Ecclesiástico III, 1. (**Es6.82**))
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