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Rezábamos todos en alta voz con don Bosco, en
medio de nosotros, arrodillado sobre el pavimento
de piedra, en el locutorio, o en el pórtico. íQué
encantador y santamente modesto estaba don Bosco
en aquellos momentos! Acabada la oración,
suavemente ayudado por nosotros, subía a una
pequeña tribuna y, al verle comparecer en alto,
con aquella su mirada paternalmente amable y
sonriente que giraba sobre nosotros, percibíase en
toda aquella gran familia una sensación, una voz,
un suave murmullo, un hondo respiro de
satisfacción y alegría. Después, con religioso
silencio, se clavaban los ojos de todos en él>>.
En aquel momento algunos alumnos le presentaban
los objetos perdidos y encontrados, que se
anunciaban y devolvían a sus dueños. Luego
comenzaba a hablar. Su semblante decía claramente:
cuanto yo hago, no es más que un medio para lograr
vuestra eterna salvación, y los trabajos y
dificultades que aguanto son para vuestras almas.
A mí, que soy vuestro padre, escuchadme, hijos, y
obrad así para salvaros.1 Y don Bosco daba
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avisos para el día siguiente, recomendaba alguna
obra de piedad, recordaba algún bienhechor
difunto, explicaba brevemente algún punto del
catecismo. Aprovechaba todas las ocasiones para
recomendar a los alumnos la frecuencia de los
santos sacramentos, pero dejando a todos en plena
libertad; los invitaba, sin embargo, con tanta
suavidad, los inflamaba con tanto ardor, que
conseguía lo que deseaba; promovía, con fervor sin
igual, la visita al Santísimo Sacramento, arrobaba
hablando de la bondad, providencia y misericoria
de Dios; aludía a la pasión de Jesucristo, y
entonces se le veía a veces entusiasmarse y otras
conmoverse hasta el punto de quedar ahogada su
voz.
Era de una variedad sorprendente, de suerte que
su palabra nunca causaba tedio o disgusto.
Había recogido un tesoro inagotable de hechos y
sentencias de la sagrada Biblia, de la Historia
Eclesiástica y de muchísimas historias profanas de
pueblos antiguos y modernos; de las vidas de los
santos, de los filósofos, de los artistas
célebres; de las obras del Magister sententiarum,
Juan Gersón, célebre canciller de la universidad
de París; de los Bolandistas, y de muchísimos
otros autores y sabía exponerlas admirablemente
cuando venían a cuento para su tema.
Contaba también acontecimientos contemporáneos
privados y públicos, acompañándolos con una
reflexión adaptada a la necesidad y amaestramiento
de los muchachos.
1 Ecclesiástico III, 1. (**Es6.82**))
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