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Algún tiempo después acompañaba el clérigo
Pablo Albera a don Bosco, que volvía de la ciudad.
Mientras lo ayudaba a colgar el sombrero y el
manteo, díjole don Bosco:
-Eres joven, pero tendrás que ver cosas
sorprendentes. Estarán dos juntos en la misma
iglesia haciendo la meditación; dos en el coro,
uno al lado del otro, cantando el oficio; dos
cerquita, de rodillas en el mismo comulgatorio
para recibir la santa comunión, y al mismo tiempo
se aborrecen, y no pueden soportarse uno a otro. Y
saben conciliar lo uno con lo otro: odio,
maledicencia, comunión y oración.
Otra vez dijo a los clérigos, estando presente
José Reano:
-Hay que temer y huir de la compañía de
aquellas personas que, sin estar manifiestamente
relajadas en su conducta moral, censuran todo lo
que ayuda a alcanzar mayor perfección ((**It6.999**)) en la
práctica de los reglamentos y en las obras de
piedad, y que no respetan la autoridad, las
órdenes y amonestaciones de los superiores.
Luego añadió que, habida cuenta de la miseria
humana, un buen clérigo, que cumple con su deber,
debe estar prevenido contra las repulsas y
críticas de los malos; pero al mismo tiempo
despreciar y no dar importancia a sus chanzas y
burlas y compadecerse de ellos.
En el mes de agosto fue don Bosco a Montemagno
para celebrar la solemnidad de la Asunción de
María al cielo, y al mismo tiempo para aceptar la
invitación del marqués de Fassati, que habitaba
allí en su magnífico castillo. La marquesa se
llamaba María de la Asunción; era, pues, para don
Bosco un deber de gratitud ir personalmente a
felicitarla. También los hijos de los marqueses
Manuel y Acelia, que le tenían gran afecto, lo
estaban aguardando con vivo deseo.
Salió el día 14 en el tren, que llegaba a Asti
a las dos y media de la tarde y de allí a
Montemagno pensaba ir en la diligencia.
En el tren entabló conversación con un
comerciante, que estaba sentado a su lado. De
cosas baladíes pasaron a hablar primero de los
diarios buenos y de sus ventajas, y después de los
diarios malos y de los inmensos daños que causan a
la fe y a la moral de los pueblos. No tardó don
Bosco en ganarse la benevolencia de aquel señor
que, de pronto, lo interrumpió diciendo:
-Lo que usted dice me cuadra a mí
perfectamente... y necesitaria confesarme.
-Pues bien, venga a Turín al Oratorio y le
recibiré como a un buen amigo.
-Es algo difícil. Ahora voy a Génova... tengo
también negocios en otras ciudades... quién sabe
cuándo podré estar de vuelta.
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