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los compañeros. Era ésta la segunda espina
anunciada por don Bosco el 7 de marzo de aquel
año, e indicada con la letra <>, es decir,
moralidad.
((**It6.965**)) Diremos
ahora que uno de los antes mencionados y que
frecuentaba poco los Sacramentos, un sábado por la
tarde al anochecer, se presentó a don Bosco en el
coro de la iglesia para confesarse.
La silla del confesor y los reclinatorios
laterales para los penitentes se apoyaban contra
la parte posterior del altar, y en frente se
levantaba el entarimado, desde donde se entonaban
las vísperas los domingos. Rodeaban el
confesionario algunos alumnos, que se preparaban y
aguardaban turno. Tan pronto como don Bosco tuvo
ante sí aquel muchacho, vio claramente el infeliz
estado de su alma y, después de escuchar lo que
quiso decirle, preguntóle:
-No tienes nada más que decir?
-Nada más, respondió aquél.
-Y sin embargo pudiera ser que tuvieras todavía
alguna cosa. íPiénsalo mejor!
-íNo tengo nada!, replicó el muchacho.
Pero don Bosco insistió:
-Date prisa, ea, ánimo; confiésalo todo.
El muchacho se hacía el sordo y no se decidía a
soltar palabra. En aquel momento vio don Bosco
aparecer sobre el entarimado a un horrible mono
gigantesco que, pasando por entre los muchachos
que le rodeaban, se abalanzó y de un salto se echó
sobre las espaldas de aquel pobrecito, le apretó
el cuello con sus garras y asomó el hocico entre
su cara y la del joven. Al ver esto don Bosco se
estremeció de espanto, le saltaron las lágrimas a
los ojos por la compasión y volvió a preguntar al
muchacho:
-De verdad que no tienes nada que decirme?
El infeliz joven, oprimido por las maléficas
garras del demonio, contestó resueltamente.
-No recuerdo nada más.
-íMi querido hijito, cómo puede ser esto? Dices
que no tienes nada más que confesar, mientras yo
estoy viendo un enorme mono sobre sus espaldas?
íMira, por favor!, exclamó con viveza.
((**It6.966**)) E hizo
ademán de querer levantarse pues le repugnaba
estar cerca de aquel horrible animal. El joven,
hondamente conmovido por sus lágrimas y las
palabras oídas, al darse cuenta de lo que tenía
sobre sus espaldas, se volvió, lanzó un grito
ahogado de espanto, rompió a llorar y, agarrando a
don Bosco por la sotana, repetía:
-íNo me abandone, no me abandone!
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