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para conmemorar solemnemente la unidad italiana y
no podía ser grata al Papa, víctima de tantos
vejámenes.
Por lo tanto, queriendo vengarse el Gobierno de
este desacato, a mediados de mayo el conde Camilo
de Cavour, presidente del Consejo de Ministros,
envió una circular, prohibiendo a las autoridades
del Estado intervenir en la procesión anual del
Santísimo Sacramento. Al mismo tiempo el Conde,
que acababa de cumplir sus cincuenta años, gozaba
de excelente salud y se había recuperado de
ciertas molestias, parecía que había de vivir
todavía muchos años y promovía con todas sus
fuerzas la fiesta de la Unidad Nacional, que se
celebraba por vez primera. El, que era el
principal promotor y artífice de esta unidad,
recibiría los primeros honores y obtendría de la
baja y alta democracia los más calurosos aplausos.
Pero Dios, en sus designios, disponía los
acontecimientos de otro modo.
Cavour, después de una agitadísima sesión en la
Cámara de Diputados, en la que fue el blanco de
mordaces y violentas diatribas, la tarde del 29 de
mayo, vigilia del Corpus Christi, volvió a su casa
y, víctima de un síncope, se desplomó por tierra.
Fue llevado al lecho, se le hicieron muchas
sangrías y pareció recobrarse.
Pero, al día siguiente, ya no se oyeron las
bandas de música de las milicias por las plazas y
calles, no retumbaron las salvas de artillería, ni
comparecieron los espléndidos uniformes de la
Corte, ni el Soberano, ni las otras dignidades
((**It6.963**)) para
llevar las varas del palio. Escribe el canónigo
Ballesio: <>.
El 2 de junio, domingo, mientras por todos los
rincones del reino se festejaba civilmente la
Unidad Nacional, Cavour gemía en su lecho
atormentado por crueles dolores y se agravaba
mortalmente víctima de un segundo y más violento
ataque apoplético.
<(**Es6.728**))
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