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>>-íDios mío!, pero tú lo has querido así,
Señor, y yo adoro tus decretos.
>>Y después ordenó:
>>-Vete en seguida a ver, vuelve inmediatamente
e infórmarme de todo.
>>Corrí al piso superior y, apenas puse el pie
en el dormitorio, sentí un olor insoportable a
azufre; y, al avanzar más hacia dentro, oí gritos,
gemidos y llantos. El dormitorio era muy largo y
tenía dos hileras de camas. Dos tercios del tejado
se habían derrumbado. Al llegar hacia el fondo del
dormitorio, encontré algo peor; unos jóvenes
tenían la cara cubierta de sangre, otros aturdidos
por la sacudida eléctrica parecían atontados, el
joven Modesto Davico tenía la cara chamuscada. Un
zapatero, Juan Vairolati, que tocaba
estupendamente la trompa, estaba sin sentido en la
cama y dos compañeros lo rociaban con agua
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intentando inútilmente hacerle volver en sí;
parecía moribundo. Otros, no obstante el gran
alboroto, no se movían y parecían muertos.
>>Volví entonces a don Bosco para contarle lo
que había visto y él, que había podido vestirse en
el ínterin, con una tranquilidad que me
sorprendió, se encaminó inmediatamente al lugar
del desastre.
>>Subía las escaleras, cuando de pronto salióle
al encuentro un joven y le dijo:
>>-Ha caído un rayo y han muerto unos treinta
muchachos.
>>-Vuelve y fíjate un poco más, le respondió
don Bosco.
>>Después de un instante volvió el mismo joven
a toda prisa:
>>-Los muertos son solamente siete u ocho.
>>-Vuelve a mirar -replicó don Bosco.
>>Y entró en el dormitorio con semblante
sereno, sonriente y animando a todos:
>>-No tengáis miedo; tenemos en el cielo un
buen Padre y una buena Madre, que velan por
nosotros>>.
Al verlo, los jóvenes respiraron como si
hubiese entrado un ángel consolador. Los que se
habían levantado corrieron a él y le rodearon. Se
acercó a la cama de los que parecían malheridos y
en seguida se dio cuenta de que el daño no era tan
grande como le habían dicho en los primeros
momentos. No se trataba más que de rasguños y
aturdimiento. Mandó llevar en seguida agua y
vinagre, y con sus propias manos lavó las heridas
y contusiones de los pacientes. Acercóse después a
Vairolati, que seguía inmóvil, le llamó dos o tres
veces en voz alta y el pobrecito, que hasta
entonces no había abierto los ojos, ni había dicho
palabra, los abrió, lanzó
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