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pruebas de afecto y aprecio a todos sin excepción,
al olvido de las faltas descubiertas y perdonadas,
no se despertaba en los muchachos ninguna
desconfianza. En efecto, bastaba que se presentase
en cualquier parte de la casa para que corrieran a
su alrededor.
Era conmovedor el espectáculo que todos los
días, desde el principio del internado hasta el
año 1870 aproximadamente, tenía lugar después de
comer y especialmente después de cenar, salvo que
hubiese algún forastero de respeto en el
refectorio de los superiores. Estaba éste en una
sala subterránea, larga y baja, con una simple
fila de mesas en medio. ((**It6.73**)) Al salir
los alumnos de su comedor se agolpaban a la
entrada del de don Bosco, a la espera de que los
clérigos terminaran la oración de acción de
gracias. Apenas oían el: Dominus det nobis suam
pacem. Amen (dénos el Señor su paz. Amén),
empujaban la puerta y se precipitaban dentro.
Tenía lugar un gracioso choque, si licet parva
componere magnis (si se nos permite comparar lo
pequeño con lo grande), semejante al Orinoco con
el flujo del Atlántico. Los muchachos querían
entrar y los clérigos salir, pero ganaban los
muchachos que corrían a porfía para llegar los
primeros junto a don Bosco, sentado en el extremo
de la sala al fondo. Los clérigos veíanse
obligados a apoyarse contra las paredes laterales
para dejarlos pasar y no ser arrollados.
Ocurría entonces una escena indescriptible. Los
más afortunados se apretujaban en derredor de don
Bosco, de tal modo que los más próximos apoyaban
la cabeza sobre sus hombros. Detrás de él se veía
como un seto vivo de caritas alegres, que formaban
un ancho respaldo. Mientras tanto iban tomando por
asalto la hilera de mesas, despejadas de antemano
a toda prisa, y en la que estaba en frente de don
Bosco se sentaban varias filas de muchachos con
las piernas cruzadas al estilo oriental; detrás de
éstos, muchos otros y, por último, siempre sobre
las mesas, un tropel de pie. El que no podía
subir, tomaba los bancos, los arrimaba a la pared
y se subía encima; y se formaban dos largas
hileras de ojos vivaces clavados en don Bosco. Los
más rezagados llenaban el espacio entre los bancos
y las mesas. Parecía que ya ninguno podía llegar a
aproximarse a don Bosco; sin embargo, algunos
pequeñitos lo intentaban. Se echaban a correr a
gatas por debajo de las mesas y de pronto asomaban
sus cabecitas entre la mesa y don Bosco, que los
recibía con una caricia.
A menudo don Bosco, entretenido en su despacho
por algún trabajo apremiante, acababa de empezar
entonces ((**It6.74**)) a comer.
A pesar de todo los recibía alborozado y,
ensordecido con sus cantos y sus gritos, en aquel
ambiente de aire viciado, donde a duras
penas(**Es6.66**))
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