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órganos atacados aparecían roídos de gusanos.
Había uno que tenía la lengua completamente
podrida, otro con la boca llena de fango y otro de
cuya garganta salía un hedor insoportable.
Diversas eran las enfermedades de algunos
infelices. Quién tenía el corazón carcomido,
débil, corrompido; quién padecía una úlcera, quién
otra; había uno en completo estado de
descomposición. Aquello parecía un verdadero
hospital.
En presencia de semejante espectáculo quedé
completamente desconcertado, sin poder dar crédito
a cuanto estaba viendo. Entonces exclamé:
-íOh! Pero, qué es esto?
Y acercándome a uno de aquellos desgraciados,
le pregunté:
-Pero, no eres tú N. N. ?
-Sí -me replicó- soy yo.
-Y cómo es que te encuentras en tan deplorable
estado?
-Qué quiere? -me dijo-.Harina de mi costal. íYa
ve! Este es el fruto de mis desórdenes.
Me acerqué a otro y obtuve la misma respuesta.
Tal espectáculo me producía en el corazón el
efecto de una agudísima espina, cuyo dolor se me
hizo más tolerable al contemplar lo que
seguidamente os voy a contar.
Con el corazón lleno de dolor me dirigí a don
José Cafasso y le pregunté en tono de súplica:
-Qué remedio debo emplear para curar a estos
mis pobres hijos?
-Usted sabe como yo lo que se debe hacer -me
replicó don José Cafasso-.No necesita que se lo
diga. Medite un poco. Ingéniese.
((**It6.820**)) Después
me hizo señal de que le siguiese y, acercándose al
palacio del cual habíamos salido, abrió una
puerta. He aquí que entonces me encontré en un
magnífico salón, adornado de oro, de plata y de
toda suerte de filigranas; iluminado por millares
de lámparas, cada una de las cuales despedía una
luz tal que mi vista no podía resistir su
resplandor.
Tanto la anchura como la longitud de aquel
local eran considerables. En medio de aquel salón,
verdaderamente regio, había una amplia mesa
colmada de confituras de todas las especies.
Había almendras recubiertas de azúcar de un
tamaño extraordinario; bizcochos descomunales, de
manera que uno solo habría sido suficiente para
saciar a un joven. Al ver esto intenté salir
precipitadamente para llamar a mis jóvenes e
invitarles a que viniesen a ver aquella mesa, y
para que contemplasen el magnífico espectáculo que
ofrecía aquel salón. Pero don José Cafasso me
detuvo inmediatamente exclamando:
-íDespacio! No todos pueden comer de estos
bizcochos y de estas almendras.Llame solamente a
los que tienen sus cuentas en orden.
Así lo hice y, en un abrir y cerrar de ojos, la
sala se vio atestada de muchachos.
Entonces me dispuse a partir y distribuir
aquellos bizcochos y aquellas pastas y almendras
artísticamente confeccionados. Pero don José
Cafasso se opuso diciendo:
-íCalma, despacio, don Bosco! No todos los que
están aquí son dignos de gustar estos pasteles; no
todos pueden participar de ellos. Y me indicó
quiénes eran los indignos.
Entre éstos nombró en primer lugar a los que
estaban cubiertos de llagas, los cuales no se
encontraban en la sala con los demás porque no
tenían sus cuentas en regla. Después me indicó los
que, a pesar de tener sus cuentas en orden, tenían
una niebla delante de los ojos, o el corazón lleno
de tierra o vacío de las cosas del cielo.
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