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((**Es6.618**) órganos atacados aparecían roídos de gusanos. Había uno que tenía la lengua completamente podrida, otro con la boca llena de fango y otro de cuya garganta salía un hedor insoportable. Diversas eran las enfermedades de algunos infelices. Quién tenía el corazón carcomido, débil, corrompido; quién padecía una úlcera, quién otra; había uno en completo estado de descomposición. Aquello parecía un verdadero hospital. En presencia de semejante espectáculo quedé completamente desconcertado, sin poder dar crédito a cuanto estaba viendo. Entonces exclamé: -íOh! Pero, qué es esto? Y acercándome a uno de aquellos desgraciados, le pregunté: -Pero, no eres tú N. N. ? -Sí -me replicó- soy yo. -Y cómo es que te encuentras en tan deplorable estado? -Qué quiere? -me dijo-.Harina de mi costal. íYa ve! Este es el fruto de mis desórdenes. Me acerqué a otro y obtuve la misma respuesta. Tal espectáculo me producía en el corazón el efecto de una agudísima espina, cuyo dolor se me hizo más tolerable al contemplar lo que seguidamente os voy a contar. Con el corazón lleno de dolor me dirigí a don José Cafasso y le pregunté en tono de súplica: -Qué remedio debo emplear para curar a estos mis pobres hijos? -Usted sabe como yo lo que se debe hacer -me replicó don José Cafasso-.No necesita que se lo diga. Medite un poco. Ingéniese. ((**It6.820**)) Después me hizo señal de que le siguiese y, acercándose al palacio del cual habíamos salido, abrió una puerta. He aquí que entonces me encontré en un magnífico salón, adornado de oro, de plata y de toda suerte de filigranas; iluminado por millares de lámparas, cada una de las cuales despedía una luz tal que mi vista no podía resistir su resplandor. Tanto la anchura como la longitud de aquel local eran considerables. En medio de aquel salón, verdaderamente regio, había una amplia mesa colmada de confituras de todas las especies. Había almendras recubiertas de azúcar de un tamaño extraordinario; bizcochos descomunales, de manera que uno solo habría sido suficiente para saciar a un joven. Al ver esto intenté salir precipitadamente para llamar a mis jóvenes e invitarles a que viniesen a ver aquella mesa, y para que contemplasen el magnífico espectáculo que ofrecía aquel salón. Pero don José Cafasso me detuvo inmediatamente exclamando: -íDespacio! No todos pueden comer de estos bizcochos y de estas almendras.Llame solamente a los que tienen sus cuentas en orden. Así lo hice y, en un abrir y cerrar de ojos, la sala se vio atestada de muchachos. Entonces me dispuse a partir y distribuir aquellos bizcochos y aquellas pastas y almendras artísticamente confeccionados. Pero don José Cafasso se opuso diciendo: -íCalma, despacio, don Bosco! No todos los que están aquí son dignos de gustar estos pasteles; no todos pueden participar de ellos. Y me indicó quiénes eran los indignos. Entre éstos nombró en primer lugar a los que estaban cubiertos de llagas, los cuales no se encontraban en la sala con los demás porque no tenían sus cuentas en regla. Después me indicó los que, a pesar de tener sus cuentas en orden, tenían una niebla delante de los ojos, o el corazón lleno de tierra o vacío de las cosas del cielo. (**Es6.618**))
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