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como árbitros, para, en los casos de protesta,
poder ponerlos de acuerdo fácilmente entre sí e
impedir contiendas, altercados y riñas y por tanto
la ofensa a Dios. Pasaban horas y horas en este
ejercicio y, a menudo, con gran sacrificio y
abnegación, pero satisfechos de poder conocer
mejor en aquel ambiente a los jóvenes, su índole,
sus defectos y tener oportunidad de decirles una
palabra de salvación.
Mientras unos atendían de este modo a las
diversiones generales, otros se desparramaban por
el patio, vigilaban a este o a aquel muchacho que
andaba solo, le invitaban a jugar o a pasear con
ellos, siempre con el laudable intento de promover
la honesta alegría y tener a mano la ocasión de
dar un buen consejo y despertar el deseo de
estudiar, de trabajar y de rezar. Después de
haberse entretenido un rato con aquel muchacho,
estudiante o aprendiz, después de haber hablado
con él, como suele decirse del tiempo y de la
lluvia, el buen clérigo solía preguntarle
delicadamente sobre algo que le concerniera más de
cerca, por ejemplo:
-Tienes padres todavía y procuras consolarlos
con tu buena conducta y rezar por ellos? -Qué
calificaciones sacaste la semana pasada? -Cuánto
tiempo hace que no te confiesas? -Yo necesitaría
obtener de Dios una gracia; quieres venir mañana
conmigo a confesarte y comulgar según mi
intención? -Quieres que vayamos a ver a don Bosco?
Vamos y le pedimos que nos diga una palabrita al
oído. Y así otras preguntas por este estilo.
Al mismo blanco dirigían sus dardos los
profesores en la clase y los asistentes y jefes de
dormitorio y de taller. Todos procuraban guiar a
sus alumnos al cumplimiento de los deberes, al
buen orden, al trabajo, al estudio, a la virtud,
más por amor que por miedo, más mirando al alma
que al cuerpo, más con los ojos en el cielo que en
la tierra. Inspirados en los ejemplos y en las
palabras de don Bosco, todos querían y procuraban
buscar, promover y conducir a Dios a los alumnos
del Oratorio y salvar sus almas. Uno de los planes
más fielmente practicado era el de hacer que Dios
penetrara en el corazón de los muchachos, no sólo
por la puerta ((**It6.816**)) de la
iglesia, sino por la de la clase o del taller. Y
se ingeniaban para conseguirlo, pero con tanta
prudencia y moderación que los chicos casi no se
daban cuenta, pero sentían y experimentaban
perfectamente que era mucho más agradable ser
piadosos y virtuosos que indiferentes y aviesos.
Consideraban al Oratorio como su casa preferida y
querían a los superiores como amigos del alma.
El ejemplo de don Bosco les servía sobre todo
de eficacísimo acicate para el bien. Ganaba a
todos en el cumplimiento de sus deberes, en la
práctica de los consejos evangélicos y en buscar
la gloria de Dios en todo, de modo que podía decir
con sinceridad al Señor: Zelus domus tuae comedit
me (me devora el celo por tu casa). Don Francisco
Dalmazzo escribe: <(**Es6.615**))
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