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Pero añadía don Bosco que no debe temer la
muerte quien vive habitualmente en gracia de Dios;
ni tiene motivo para una excesiva ansiedad quien
hubiese perdido en iguales circunstancias a un
pariente o a un amigo que vivió como buen
cristiano, sin poder recibir los últimos
Sacramentos. Por consiguiente, recordando la
inefable misericordia y bondad del Señor, sabía
consolar a la familia del difunto.
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Habiendo fallecido casi de repente el conde M...,
bienhechor del Oratorio, sus hijos, consternados
por tan grave pérdida, mandaron llamar a don
Bosco. Encontró éste a la familia sumida en la más
profunda desolación. Tan pronto como entró en la
capilla ardiente, echáronse a sus pies llorando
todos los parientes. El se limitó a decirles:
-Y dónde está vuestra fe?
Para compensar la fuerza de aquellas palabras,
es preciso saber que la vida del difunto había
sino una continua preparación para la muerte, pues
comulgaba a diario y se confesaba semanalmente.
Volvió, pues, inmediatamente la calma a aquellos
corazones angustiados y a los sentimientos de
desesperación sucedió la resignación.
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El estaba preparado en todo momento para
predicar e improvisar en cualquier reunión y dar
conferencias a los miembros de la Pía Sociedad,
casi siempre a las nueve y media de la noche. Pero
no le movía a ello únicamente la necesidad, ni la
regularidad de las funciones religiosas, sino un
constante y ardiente amor a Dios, por el cual su
corazón no cesaba de latir ni un instante. Era
prueba de ello la facilidad que tenía para hablar
de El en cualquier circunstancia, por inoportuna
que fuera. Baste decir que sucedió a menudo,
durante todo el ((**It6.789**)) tiempo
de su vida, que los sacerdotes de la casa,
especialmente los superiores, iban a confesarse
con él cuando no podían a otras horas,
precisamente en el momento en que estaba
(**Es6.595**))
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