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Al mediodía se extendía un cobertizo a todo lo
largo de la calle de La Jardinera, y en el extremo
de éste, a levante, abríase un portón para los
carros. En el lado que formaba ángulo con esta
puerta, se veían las cuadras con los pajares,
donde muchos vagabundos solían pernoctar, y un
lienzo de pared. Al norte, casi en línea recta con
el cuerpo principal del Oratorio, se levantaba una
casa de planta baja y dos pisos. La planta baja
estaba destinada a fábrica de seda. Tenía treinta
y cinco metros de larga y siete y medio de ancha
por casi once de altura. En sus dos extremidades
salían dos alas de la misma altura, de trece
metros de anchas, y se extendían paralelamente
hacia el sur en una longitud de ocho metros, y
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encerraban una plazoleta de nueve metros y medio
de anchura. Se llegaba al edifico a través de un
sendero flanqueado por tupidos y altos setos.
Pero don Bosco no pudo utilizar de momento, del
nuevo edificio recién adquirido, nada más que el
piso superior que destinó a dormitorios. Las
habitaciones inferiores estaban todavía ocupadas
por los antiguos inquilinos; y el cobertizo, las
cuadras y el patio por el señor Visca, hasta el
vencimiento de sus alquileres. Por consiguiente,
durante más de un año, no se derribó la tapia que
dividía los dos inmuebles. Debido a esto, se
construyó a la altura del último piso un puente
provisional, de vigas y tablas, para pasar de uno
a otro edificio. Por debajo del mismo había un
camino que conducía al prado anejo a la finca por
su lado posterior. Como quiera que entre las dos
casas había una distancia de siete metros, los
alumnos, tomando aquel espacio como si fuera un
estrecho de mar, y ese nombre le dieron, apodaron
al nuevo edificio con la palabra que se hizo
famosa, Sicilia, por estar separado del cuerpo
principal de la casa, es decir, del
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Muchos jóvenes estaban persuadidos de que el
mismo Dios les había preparado aquel refugio con
su amorosa misericordia, dándoles de ello, en su
opinión, una prueba evidente. Otros, que la Virgen
les había concedido aquella gracia tan grande y
los había llevado como de la mano para
enriquecerlos con sus bendiciones. Bastantes de
ellos se encontraban en el Oratorio atraídos de
una manera admirable por una invitación del Siervo
de Dios y de María que sentíanse suavemente
obligados a aceptar.
Comenzando por estos últimos, expondremos un
hecho sencillo, que de diversas maneras se repitió
cientos de veces al correr de los años, tal como
nos lo contó una buena madre.
El año 1860 llegó a Turín la señora Rosa
Rostagno, hija de los Masino, procedente de
Pinerolo, con su hijo ((**It6.763**))
Severino, de quince
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