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((**Es6.575**) Al mediodía se extendía un cobertizo a todo lo largo de la calle de La Jardinera, y en el extremo de éste, a levante, abríase un portón para los carros. En el lado que formaba ángulo con esta puerta, se veían las cuadras con los pajares, donde muchos vagabundos solían pernoctar, y un lienzo de pared. Al norte, casi en línea recta con el cuerpo principal del Oratorio, se levantaba una casa de planta baja y dos pisos. La planta baja estaba destinada a fábrica de seda. Tenía treinta y cinco metros de larga y siete y medio de ancha por casi once de altura. En sus dos extremidades salían dos alas de la misma altura, de trece metros de anchas, y se extendían paralelamente hacia el sur en una longitud de ocho metros, y ((**It6.762**)) encerraban una plazoleta de nueve metros y medio de anchura. Se llegaba al edifico a través de un sendero flanqueado por tupidos y altos setos. Pero don Bosco no pudo utilizar de momento, del nuevo edificio recién adquirido, nada más que el piso superior que destinó a dormitorios. Las habitaciones inferiores estaban todavía ocupadas por los antiguos inquilinos; y el cobertizo, las cuadras y el patio por el señor Visca, hasta el vencimiento de sus alquileres. Por consiguiente, durante más de un año, no se derribó la tapia que dividía los dos inmuebles. Debido a esto, se construyó a la altura del último piso un puente provisional, de vigas y tablas, para pasar de uno a otro edificio. Por debajo del mismo había un camino que conducía al prado anejo a la finca por su lado posterior. Como quiera que entre las dos casas había una distancia de siete metros, los alumnos, tomando aquel espacio como si fuera un estrecho de mar, y ese nombre le dieron, apodaron al nuevo edificio con la palabra que se hizo famosa, Sicilia, por estar separado del cuerpo principal de la casa, es decir, del <>. Muchos jóvenes estaban persuadidos de que el mismo Dios les había preparado aquel refugio con su amorosa misericordia, dándoles de ello, en su opinión, una prueba evidente. Otros, que la Virgen les había concedido aquella gracia tan grande y los había llevado como de la mano para enriquecerlos con sus bendiciones. Bastantes de ellos se encontraban en el Oratorio atraídos de una manera admirable por una invitación del Siervo de Dios y de María que sentíanse suavemente obligados a aceptar. Comenzando por estos últimos, expondremos un hecho sencillo, que de diversas maneras se repitió cientos de veces al correr de los años, tal como nos lo contó una buena madre. El año 1860 llegó a Turín la señora Rosa Rostagno, hija de los Masino, procedente de Pinerolo, con su hijo ((**It6.763**)) Severino, de quince (**Es6.575**))
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