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en el último trecho del camino tuvo por compañeros
de viaje a un sacerdote y a un fraile franciscano
del convento de San Antonio. Los dos comenzaron a
hablar sobre algunos sacerdotes, que se
distinguían en Piamonte por sus obras de caridad,
y cayó la conversación sobre don Bosco.
-Después de todo, éste no es el hombre que la
fama pregona, dijo el frailecito; es un verdadero
estafador, un mentiroso; conoce a las mil
maravillas el arte de hacerse con el dinero ajeno
para enriquecer a sus sobrinos, que, de pobres
campesinos que eran, viven ahora a lo grande, pues
ha fabricado para ellos todo un palacio en su
aldea.
Don Bosco, sin darse a conocer y conservando su
habitual serenidad, le preguntó si había visto
alguna vez a aquel sacerdote, a quien tan
severamente juzgaba y si había visitado su Casa en
Valdocco. Dijo el fraile que no, pero que todo lo
que había dicho, se lo habían contado personas
dignas de crédito. E insistía en sus dislates,
mientras don Bosco se limitaba a exhortarlo a que
se asegurase personalmente de la verdad de lo
oído, yendo a ver el Oratorio para conocer a don
Bosco y conversar con él. Decíale:
-Mire, yo he ido a esos lugares donde usted
dice que don Bosco ha levantado un palacio y nunca
he oído contar a nadie semejantes dislates.
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Entretenidos en estas conversaciones llegaron a
Casale, donde algunos eclesiásticos aguardaban a
don Bosco, y he aquí que don Oclerio Provera,
preceptor de los hijos de la condesa de Callori,
abrió la portezuela del coche y subió para ayudar
a don Bosco a bajar, mientras los otros
sacerdotes, tan pronto como lo vieron, le
saludaron por su nombre con alegría y regocijo. El
frailecito se dio cuenta entonces de que su
compañero de viaje era precisamente el mismo de
quien tanto había hablado y, lleno de confusión,
fue tras él. Cuando lo alcanzó pidióle perdón
diciendo que no había intentado ofenderle, pues no
sabía quién era. Ocupado don Bosco en responder a
los agasajos de sus amigos, pareció de buenas a
primeras que no hacía caso de sus palabras, pero
no tardó en volverse a él con cierta seriedad y
decirle:
-Conforme; pero en otra ocasión no hable de lo
que no conoce y no se atreva nunca a murmurar del
prójimo; se lo recomiendo.
Llegado al palacio episcopal, donde le habían
preparado hospedaje, fue recibido con grandes
agasajos por el Obispo y por su viejo amigo el
teólogo Juan Bautista Alvigini, Canónigo
Penitenciario de la Catedral y Rector del
Seminario. Después de hablar sobre diversos
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