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formado un grueso flemón en el cuello, que le
causaba grave fastidio y dolor.
Don Félix Coppo, al verle sufriendo de aquella
manera le dijo:
-Pero, usted, que ha logrado la curación de
tantos enfermos, por medio de la intercesión de
María Santísima, por qué no pide a la Virgen que
lo cure?
Contestóle don Bosco:
-Mire, aun cuando yo supiera que bastaba una
avemaría para curarme, no la rezaría. Dejemos que
se haga la voluntad de Dios.
Concluido este asunto, don Bosco, sin
preocuparse de sus dolorosas molestias, fue a los
ejercicios espirituales del Santuario de San
Ignacio, dispuesto a atender al sagrado
ministerio. Llevóse consigo a los clérigos
Boggero, Durando y Francesia. Al toque de campana
para las sagradas funciones, don Bosco acudió a la
iglesia. A su lado se colocó un joven caballero,
que no le era desconocido y que de mucho tiempo
atrás andaba engolfado en las más extravagantes
aventuras del mundo elegante. Había subido a san
Ignacio para contentar a su desconsolada madre,
que le había prometido pagar sus deudas. Pues
bien, sucedió que faltáronle las fuerzas a don
Bosco para seguir de rodillas, como lo exigía el
rito de la función y, habiéndosele reventado el
flemón, cayó desmayado.
El Caballero que vio a don Bosco desmayado, se
sintió movido por una compasión que nunca había
experimentado. Lo levantó ((**It6.697**)) en
brazos y lo llevó cuidadosamente a la habitación,
en donde no tardó en recobrar el sentido con los
cuidados que se le prodigaron. Cuando don Bosco
volvió en sí, vio al pie de la cama al Caballero
llorando.
Le pidió que se acercase a su lado, lo tomó por
la barbilla, se lo acercó despacito hasta el pecho
y con acento afectuoso le dijo:
-íAhora está usted en mis manos. Qué debo
hacer?
Añadió unas palabras más y el noble joven,
conmovido por aquella caricia tan paternal, se
puso desde aquel momento enteramente a su
disposición.
Cediendo al impulso de la gracia, se confesó; y
renunció a su vida disipada con santos propósitos
de constancia y de fe.
Desde san Ignacio, contestó don Bosco a los
muchachos que le habían escrito cartas desde el
Oratorio o desde sus pueblos. He aquí algunas.
Al cumplidísimo joven señor Esteban Rossetti,
estudiante de primero de Retórica. Montafia.
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