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llenas de cortesía, lo llevó a un salón donde
había unos secretarios escribiendo, y allí tuvo
lugar una de las más importantes conferencias,
porque de ella dependía la vida o la muerte del
Oratorio.
Farini era uno de esos que <>.1
Comenzó pues, Farini.
-Así que usted es el abate Bosco. Nos vimos ya
una vez en Stresa, en casa del abate Rosmini y
tengo el gusto de volver a saludarle. Estoy
enterado del mucho bien que usted hace a los
muchachos pobres, y el Gobierno le está muy
agradecido por el servicio que le presta con esta
obra filantrópica y social. Dígame ahora qué
desea.
-Deseo saber el motivo de los reiterados
registros, que se hicieron en mi casa en estos
últimos meses.
-Se lo diré con la misma sinceridad con que
deseo que usted me responda. Mientras ((**It6.672**)) usted
se ocupó de los niños pobres, fue el ídolo de las
autoridades gubernativas; pero, desde que dejó el
campo de la caridad para entrar en el de la
política, nos vemos obligados a vigilarle y seguir
sus pasos.
-Esto es precisamente lo que me interesa saber,
añadió don Bosco. Siempre fue mi mayor deseo vivir
apartado de la política, y por eso ansío conocer
qué hechos pueden comprometerme en esta materia.
-Los artículos que usted escribe para el
periódico Armonía, las reuniones reaccionarias que
tiene en su casa, la correspondencia con los
enemigos de la patria, he ahí los hechos que
preocupan al Gobierno con respecto a su persona.
-Si Su Excelencia me lo permite, haré algunas
observaciones acerca de cuanto ha tenido a bien
confiarme y hablaré con la sinceridad que me pide.
Ante todo le adelanto que ninguna ley, que yo
sepa, prohíbe escribir artículos en Armonía, ni en
ningún otro periódico; no obstante, puedo asegurar
a Su Excelencia que yo no escribo en ninguno y ni
tan siquiera estoy suscrito.
-Puede usted negar lo que quiera, pero es un
hecho real y comprobado que buena parte de los
artículos publicados en ese diario salen de la
pluma de don Bosco. Lo que afirmo está apoyado en
tales razones que nadie puede ponerlo en duda.
-Razones que yo no temo, señor Ministro, y
afirmo francamente que no existen.
1 Salmos, XXVIII, 3.
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