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((**Es6.495**) la de uno que maldecía al Papa y la de otro que hacía mofa de la excomunión. El segundo número se debía a la pluma de un gran amigo de don Bosco: El modelo de la pobre joven Rosina Pedemonte, muerta en Génova a la edad de veinte años, el día 30 de enero de 1860, por José Frassinetti, Prior de Santa Sabina en Génova. Es un ramillete de hermosas y perfumadas virtudes ordinarias, tan fáciles de practicar, como puede desearse. Estaba Rosina inscrita en la Pía Unión de las Hijas de María Inmaculada en Génova, constituida en Mornese, pueblo del Monferrato, diócesis de Acqui el año 1855, aprobada posteriormente por el Obispo de la diócesis con decreto del 20 de mayo de 1857. Después de un año de inscripción, considerado como noviciado, estas buenas jóvenes hacían una especie de profesión religiosa prometiendo observar el reglamento. Don Bosco añadió como novedad dos hechos: -Ejercicios espirituales de un antiguo militar, y -Gracia obtenida por la intercesión del beato Benedicto Labre. El tercer número, destinado para el mes de octubre, era el siguiente: El cielo abierto con la confesión sincera. Su autor era fray Carlos Felipe de Poirino, sacerdote capuchino. Expone en él las múltiples razones que obligan a un cristiano a declarar todos sus pecados en la confesión. Enseña la manera de hacer el examen de conciencia para reparar las confesiones mal hechas. Responde a los pretextos ((**It6.659**)) que suelen aducirse para no acusarse de ciertos pecados. Presenta ejemplos espantosos de confesiones sacrílegas castigadas. Por aquellos días, sigue refiriendo la crónica, permitió el Gobierno a Su Eminencia el Cardenal Arzobispo de Pisa que regresara a su Sede. Tan pronto como quedó en libertad, el augusto purpurado fue el 14 de julio a visitar el Oratorio. Entró a las seis y media de la mañana por la puerta de la iglesia, acompañado por el secretario y un familiar. Celebró la santa misa, asistido por los canónigos Ortalda y Alasia y por los presbíteros Dadesso, Corsi y Alasonatti. Después del evangelio dirigió una breve homilía y, antes de la comunión, un conmovedor fervorín; después distribuyó la eucaristía a todos los jóvenes. Acabada la misa impartió la bendición. El Cardenal desayunó, mientras los chicos consumían una abundante ración de cerezas, que el Purpurado les había regalado. Acto seguido, sentóse en un trono, preparado en los pórticos, y escuchó muy complacido las músicas, las poesías de los clérigos Francesia y Bongiovanni y un discursito que leyó don Miguel Rúa, que había sido escrito por el mismo don Bosco. (**Es6.495**))
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