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brazos en cruz. Y he aquí que, dadas las diez,
próximo ya a expirar, mientras se rezaba el
Proficíscere (ímarcha ya, alma...!), de pronto dio
una sacudida, se volvió, como si hubiese oído que
le llamaban por su nombre, y se vio sensiblemente
cómo su cuerpo se levantaba del lecho y quedaba en
el aire sobre un lado, con los ojos abiertos y tan
vivos que causaban estupor. Y extendió los brazos
amorosamente hacia un objeto invisible y
misterioso. Era la Virgen, como puede creerse con
toda razón, que se le aparecía visiblemente para
consolarle en aquellos últimos suspiros,
concediéndole la gracia que por tantos años había
implorado con esta oración:
-íQuiero lanzarme a tus brazos en el último
instante de mi vida!
La mirada del moribundo estaba vuelta hacia los
pies del lecho y clavada en el cuadro que
representaba la muerte de san José. Poco después
expiró. Atestiguaron el hecho los dos sacerdotes
residentes, reverendos Allachis y Bonino, que
estaban presentes, y monseñor Cagliero, que lo oyó
de labios de don Bosco.
A toda prisa notificaron a éste que don José
Cafasso se encontraba en sus últimos momentos. El
siervo de Dios acudió en seguida, acompañado por
el joven Francisco Cerruti, y llegó pocos
instantes después de expirar. Cayó de rodillas
junto a su cama y rompió a llorar a lágrima viva.
Por la noche comunicó a los muchachos la
dolorosa noticia, hizo el elogio de don José
Cafasso, prometió que escribiría ((**It6.649**)) su
biografía y ordenó que la fiesta de san Juan
Bautista se trasladaba para el domingo, día
primero de julio, después de la solemnidad de san
Luis, que debía celebrarse el 29 de junio.
La habitación de don José Cafasso se transformó
en capilla ardiente durante los días 23 y 24 de
junio. Acudió gran concurso de gente para
contemplar el cuerpo del santo sacerdote, cuyo
rostro irradiaba aire de paraíso. Besaban sus
manos, cortaban sus ropas, sus vestidos, sus
cabellos, tocaban su cuerpo con objetos, que se
estimaban preciosos por este contacto. Todos
querían reliquias.
El día 24 por la tarde sus despojos mortales,
encerrados en un ataúd de nogal, fueron
trasladados a la iglesia de san Francisco de Asís,
rodeados de una muchedumbre extraordinaria que
besaba los lienzos fúnebres. Ante las apremiantes
instancias del pueblo, destapóse el ataúd, se dejó
ver el cadáver y se volvió a tapar.
El día 25 por la mañana al rayar el alba,
después de rezar los residentes el oficio de
difuntos, cantó la misa de Requiem el teólogo
Golzio. La gente se agolpaba, muchos lloraban y
algunos colocaban flores y azucenas sobre el
féretro. Era un espectáculo conmovedor.
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